La pandemia ha puesto a los cineastas en un estado de inquietud y ansiedad mayor sobre el futuro de las salas de cine, ese espacio que no paran de reivindicar como el más majestuoso para poder ver sus obras y el que favorece hacer una conexión especial con la película de la mano de un montón de desconocidos. Es una manera quizás romántica de más de lo que es la experiencia media, pero no por ello deja de ser necesario reivindicar el factor amplificador que tienen estas localizaciones.
Ya antes del cierre forzado por el Coronavirus hemos visto a autores hablando de la experiencia del cine a través de sus propias biografías, pero esta clase de películas han proliferado para intentar recordarnos ese placer de encontrar historias en una pantalla gigante dentro de una sala a oscuras. 'El imperio de la luz' es el último ejemplo de ello, con una historia romántica de varios niveles de profundidad.
Una luz mágica
Sam Mendes se toma un descanso de los excelentes espectáculos de James Bond y '1917' para volver a un drama adulto más íntimo y delicado. Aquí seguimos al personaje de Olivia Colman, una trabajadora de un modesto cine del sur de Inglaterra en la época de los ochenta que mantiene una compleja relación con el propietario, al que da vida Colin Firth.
La dinámica en el antiguo cine cambiará con la llegada del personaje de Micheal Ward, un joven negro que busca trabajo temporal hasta que se vaya a estudiar a la universidad. Este muchacho conectará de forma especial con el personaje de Colman, manteniendo una relación romántica secreta marcada por la complejidad. Él tiene que soportar las dificultades de ser de raza negra en un momento donde el racismo se encuentra en auge, mientras que ella lidia con problemas de salud mental y con la abusiva relación con su jefe.
Todos estos son problemas serios (o SERIOS) que Mendes trata de entrelazar con las relaciones románticas que tienen lugar, tanto la que tienen los protagonistas entre ellos como la que mantienen con el espacio sagrado en el que trabajan. La inminente premiere de 'Carros de fuego', una ambiciosa producción británica pensada para exaltar el sentimiento de unidad en la nación, es uno de los detalles sofisticados con los que el cineasta juega para expresar la paradójica situación que vive el país con el incremento del odio racial.
No obstante el guión, firmado por el propio Mendes, no termina de dar con la refinación necesaria para que todos sus frentes estén conectados. Aparte de que la intolerancia está abordada con cierta superficialidad que no le hace mucho favor, la conexión entre sus protagonistas no se sostiene. Su tratamiento es errático, especialmente el del personaje de Colman y su inestabilidad mental, que debería sentirse más considerada y genuina por la conexión personal del director (a su madre también sufrió con problemas de salud mental).
El tono de su dirección también se siente irregular, no sabiendo navegar desde la melancolía que domina el relato hasta los exabruptos más chabacanos, que tienen lugar curiosamente en la entrada del cine. Hay escenas muy concretas donde parece querer hacer una espectacular unión entre el drama personal y los estallidos políticos que recuerdan al cine de Alfonso Cuarón, que suele hacer esa clase de momentos y tornarlos en algo espectacular, pero en esta película se sienten excesivamente bruscos.
'El imperio de la luz': un espacio lleno de vida
No por ello Mendes deja una película descuidada. Lo visual es uno de los aspectos donde 'El imperio de la luz' destaca completamente, creando una exquisita melancolía a través de esa atmósfera bien recreada. Hay dos claros ganadores en esta película con los que el director muestra una perfecta sintonía: Roger Deakins, que vuelve a firmar una fotografía digna de nominación al Premio Oscar (cuando parecía que se la habían regalado por ser él) con un maravilloso uso de los colores y el espacio, y Mark Tildesley, que hace el diseño de producción tan formidable que ayuda a que este antiguo cine luzca majestuoso y lleno de vida.
La película resulta más cautivadora cuando más nos hace pasear por las entrañas de este teatro de sueños, desde el lujoso recibidor hasta el abandonado segundo piso. Y también en la sala del proyector, que crea un mágico instante con Colman viendo la pantalla (la clase de momento "el poder del cine" que resulta tan hortera como conmovedor aquí). En esos tramos es cuando todo hace click, desde los actores con sus personajes a la melancólica música de Trent Reznor y Atticus Ross (que firman un trabajo discreto pero adecuado). Sólo por eso es imposible despreciar algo como 'El imperio de la luz'.
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