Existen títulos a los que, por fuerza, hay que perdonarles todo, o casi todo. Se trata de títulos cuya mayor parte está constituida de gran, de grandísimo cine, y cuyos flecos morales, ideológicos o intelectuales (por llamarlos de alguna manera) pueden llegar a irritar, o incluso a ser desagradables. ‘Master and Commander: Al otro lado del mundo’ es para mí uno de esos títulos. Sus defectos, que los tiene, y de los que hablaremos a continuación (aunque son, como es lógico, defectos desde el punto de vista de este crítico, y pueden ser virtudes para otros) son incapaces de hundir lo que tiene esta formidable película de aventura infinita, de documento de la vida en el mar, de viaje, como su título indica, a otros mundos, casi a otro universo. Los espectadores somos los tripulantes cautivados por un mundo que parece nuevo en las imágenes de esta película.
Ya va siendo hora de considerar a Peter Weir como el gran artesano que es, principalmente en el cine de aventuras más abierto y más generoso. En los ochenta dirigió cuatro filmes portentosos (‘Gallipoli’, ‘El año que vivimos peligrosamente’, ‘Único testigo’ (‘Witness’) y ‘La costa de los mosquitos’), además de uno muy inferior a estos (‘El club de los poetas muertos’). En los noventa bajó bastante con ‘Matrimonio de conveniencia’ (‘Green Card’), ‘Fearless’ (‘Sin miedo a la vida’) y la un tanto decepcionante ‘El show de Truman’. Sin embargo, cinco años después de esta última supo volver a hacer lo que mejor se le da, y nos regaló un filme de aventuras inolvidable, técnicamente perfecto, un poema a la vida en el mar.
El guión de John Collee y el mismo Peter Weir adapta varias de las novelas del insigne escritor Patrick O’Brian, que es uno de los más leídos en cuanto a aventuras marinas de la armada británica del siglo XIX, o el que más. Su serie de veinte novelas sobre el capitán Jack Aubrey y el médico y naturalista Stephen Maturin es merecidamente célebre, y era cuestión de tiempo que se pusieran con la película. Es notable, y ha sido poco comentado, que la historia de Weir y Collee arranca ya en el mar, sin componendas ni un desarrollo previo de personajes, lo que le sube veinte puntos, pues desde el primer momento cineasta y colaboradores se entregan a la acción y la tensión más frenética y espectacular. Weir posee el suficiente talento para dibujar a sus protagonistas con breves y certeros trazos, sin perder más tiempo que el necesario, una habilidad poco común, para así poder entregarse por entero al largo viaje del HMS Surprise.
El coraje de Aubrey, la compasión de Maturin
Russell Crowe es un intérprete instintivo y natural como pocos. Le admiré mucho cuando participó en ‘L.A. Confidential’ (Curtis Hanson, 1997) o en la aburrida ‘Gladiator’ (Ridley Scott, 2000). Menos cuando se entrega a esos recalcitrantes tics de actor del método o de actor de carácter, que tanto prestigio pueden llegar a ofrecer. Puede que su interpretación de Jack Aubrey sea su última grande. No hay mejor expresión que decir que Crowe “clava” el personaje de manera inmejorable. Dijo O’Brian que nunca se subió a un barco de guerra de ninguna época, pero Crowe, que jamás fue capitán de ninguno, da la impresión de un oficial británico de toda la vida. Este prodigioso actor es capaz de representar a Jack Aubrey sin esfuerzo (en apariencia, claro…). A su lado, Paul Bettany (el ser más afortunado de la Tierra, por estar casado con esa maravila de la naturaleza y del cine) está perfecto como Maturin, que es la otra cara de la moneda en este relato.
La primera secuencia ya nos deja agarrados a la butaca (o al sofá...) con una batalla entre el Surprise y el Acheron que le da sopas con honda a todo lo visto anteriormente en el género. No contentos con esto, con el Surprise inicialmente derrotado, hay una asombrosa incursión en la oportuna niebla que el “afortunado” Aubrey emplea para salvar el pellejo. A esta le sigue una persecución implacable que lleva a Aubrey y su tripulación a bordear el cabo de Hornos (el punto más meridional de América) y llegando hasta las Islas Galápagos. Una travesía extrema en la que los caracteres de Aubrey y Maturin chocarán, pues son dos criaturas opuestas. Ahí surge el tema de la película: la lucha entre el deber militar y la negación de la guerra en favor de una investigación del mundo, tanto cientifica como moralmente. Jack necesita a Maturin porque es un excelente médico, y Maturin a él porque gracias a esas expediciones belicistas puede ver mundos que por entonces eran desconocidos. Lástima que al final (¿era realmente necesario?) se impusiera el discurso belicista de manera tan abyecta.
Nunca (pero nunca…) habíamos presenciado la disciplina de la marina británica con tanto lujo de detalle. Los marinos británicos eran los mejores del mundo, y aquí averiguamos por qué: disciplina de hierro, profesionalidad extrema, estoicismo estricto, conocimiento profundo de la compleja convivencia en altamar, y un largo etc. Al margen de todo, se encuentra Stephen Maturin, abnegado médico que encuentra una oportunidad de oro cuando pierde al Acheron y puede explorar a placer las Islas Galápagos, y su fauna y su flora (aunque para bajar a tierra tiene que pasarlo bien mal a cambio). Sin embargo ha de abandonarlo todo cuando sea él, y no otro, el que reencuentre al Acheron. ¿Era necesario que Maturin animara a Aubrey en su carácter militarista, que participara en la batalla? Este precioso personaje queda completamente desdibujado, es una excusa para lo políticamente correcto, gracias al cual queda patente la voluntad conservadora (desde un punto de vista ideológico) de la película.
El relato ya adolecía de verdadero peso emocional, porque los integrantes de la tripulación, a pesar de pasarlo verdaderamente mal en la persecución del Acheron, no dan muestra en pantalla de una respuesta anímica, de que el paso del tiempo o la dureza de los avatares que sufren dejan huella en ellos. Esto, y que al final resultan un grupo de angelitos entrañables, más que una tripulación de duros marinos, es algo que se siente y perjudica la sensación final. Hay una absurda tendencia a dulcificar o hacer entrañables a unos personajes que no lo necesitan. Añadiendo una falsa negación del patrioterismo más elemental, tenemos completados los flecos de los que hablaba en un principio. Da cierta grima que Weir, australiano de pura cepa, haga semejante apología del imperialismo británico, imperio que trató a Australia como colonia menor y que les dejó en la miseria (como suele hacer, por otra parte). La vida es así de extraña.
Pero nadie puede negar la calidad de esta película. No sólo la espléndida fotografía de Russell Boyd (galardonada con un Oscar), también la dirección artística de William Sandell. Pero sobre todo la dirección increíblemente dinámica y poderosa de Weir, que se enamora, y nos enamora, del mar y de sus mil y una vicisitudes, de la vida en un barco frágil y robusto al mismo tiempo, de pasiones y necesidades enfrentadas, del carácter esencialmente contradictorio, mezquino y luminoso, violento y sereno, del ser humano.