Con los complicados años ochenta tocando a su fin, años en los que realizó obras tan notables como ‘El color del dinero’ (The Color of Money’, 1986) o ‘Apuntes del natural’ (‘Life Lessons’, 1989), Scorsese preparó con minuciosidad un ansiado proyecto sobre una novela que le había entusiasmado, y con cuyo autor (Nicholas Pileggi) establecería una gran complicidad y amistad. De hecho, ambos fueron trabajando en sucesivas versiones del guión durante varios años, y sería el primer crédito como guionista de Scorsese desde, precisamente, ‘Malas calles’ (‘Mean Streets’, 1973), que en bastantes sentidos es como un vibrante borrador, mucho más balbuciente, de la película que finalmente se estrenaría a finales de 1990: ‘Uno de los nuestros’ (‘Goodfellas’). En ella cristalizan todas las obsesiones, todos los logros narrativos y estilísticos, todas las ramificaciones temáticas que durante dos décadas Scorsese fue atesorando y haciendo crecer en su interior. Se cumplen este año veinte años del nacimiento de esta obra maestra, para muchos la cumbre del cine scorsesiano y quizá su filme más personal, y aún hoy persiste su inigualable fuerza narrativa, su vigencia y su vanguardismo estéticos, como cine futuro y por ello atemporal.
Volvemos, por tanto, al cine de gangsters que se suele asociar a la figura creativa de su director, aunque como hemos podido comprobar en este repaso a su carrera, desde ‘Malas calles’ se había mantenido alejado de esa temática. Y aunque quizá en ‘Toro salvaje’ (‘Raging Bull’, 1980) la mafia neoyorquina aparecía tangencialmente, es inevitable esta asociación con tan pocos títulos, pues muy pocos cineastas han indagado con tanta lucidez en ese universo de frágiles lealtades, escasos escrúpulos y salvaje cotidianidad. Scorsese ha hablado con gran talento de perdedores que quieren recuperar su dignidad, de artistas mezquinos de gran talento, de boxeadores autodestructivos, de taxistas solitarios y esquizoides, pero sobre todo se le recordará, dentro de muchos años, por sus crónicas de los bajos fondos de Nueva York, Boston o Las Vegas. Así son las cosas. Con todo, no me cabe ninguna duda de que hoy vamos a hablar de una de sus más grandes películas, cuya estela se siente todavía hoy con gran intensidad (una serie como ‘Los Soprano’ (‘The Sopranos’, 1999-2006) es impensable sin su existencia previa) y con la que Scorsese llevó a cabo su particular perversión del sueño americano.
Con frecuencia se ha dicho que ‘Uno de los nuestros’ es la película sobre la mafia más importante desde ‘El padrino’ (‘The Godfather’, Francis Ford Coppola, 1972). Puede que lo sea, pero el filme de Scorsese se erige como el reverso de aquella tragedia, ya que mientras la ficción de Coppola tiende a mitificar a los miembros de esa organización de origen italiano, el relato scorsesiano se aleja de todo idealismo o alcance trágico para narrar, desde una óptica que mezcla lo nostálgico con lo cínico, varias décadas de existencia de Henry Hill (quien realmente existió) y de sus compañeros de viaje. Y mientras Coppola contaba una historia de poder y culpa centrándose en los grandes jefes, Scorsese prefiere concentrarse en los mandos intermedios, en los hombres de (des)confianza, pues sin duda son mucho más interesantes para la idiosincrasia y el estilo scorsesiano, tan propensos a estudiar con pasión y verismo a unos personajes que, en su cotidianidad, han de enfrentarse a frecuentes, e impredecibles, estallidos de violencia.
Ascenso y caída de un Don Nadie
“Desde que tuve uso de razón siempre quise ser un gangster”- Henry Hill (Ray Liotta)
La primera frase del protagonista de la historia, un sensacional Ray Liotta, comienza a estructurar esta perversión del tradicional cuento norteamericano del don nadie que un día se convierte en alguien poderoso (incluso en presidente del país). Como otros grandes personajes scorsesianos, una obsesión dirige la vida de Hill: ser parte de la comunidad mafiosa de su barrio. Su magnífica voz en off (a menudo de un cinismo casi provocativo), que al final de la historia tendrá una parcial justificación narrativa, es el complemento perfecto a una puesta en escena que evita cualquier ortodoxia fílmica o presentación clásica de los acontecimientos. Es decir, este ascenso y caída no obedece a las reglas del relato clásico de cine negro, en favor de un impresionismo y un verismo que lo sitúan a otro nivel estético. El nivel del recuerdo, de la nostalgia por una época pasada irremediablemente perdida, pero con la lucidez de constatar el momento y las razones en que todo se echó a perder.
Y con una mirada nítida y desprejuiciada, Scorsese habla sobre temas que conoce muy bien: crecer en un barrio de trabajadores en el que los gangsters hacen lo que les viene en gana sin que nadie pueda pedir cuentas, entre otras cosas porque lo mínimo que te puede ocurrir es que te abran la cabeza a golpes. Los últimos años cincuenta, los convulsos sesenta, los grises setenta. Asumiendo las enormes lagunas de una historia que abarca tantos años, el eminente cineasta italoamericano se zambulle con precisión en el aprendizaje inicial, en el esplendor medio y en la decadencia final sin la menor caída de ritmo interno, esforzándose al máximo en un detallismo aparentemente trivial, hasta el punto que ese detallismo deviene uno de los máximos baluartes de su dirección: recrear una vida de manera casi documental, deteniéndose en momentos puntuales que pueden romper el continuo de la secuencia, pero que cristalizan en eventos de gran valor expresivo. Por ejemplo, el famoso diálogo entre Henry Hill y Tommy DeVito (un alucinante Joe Pesci), en el que todo termina como una broma, sin la esperada irrupción de la violencia, porque no es necesaria para comprender que Tommy es un personaje peligroso e inestable.
Realmente, es un estudio sobre los frágiles lazos de una amistad, pues los tres caracteres protagonistas (Henry, Tommy y Jimmy) formarán una especie de sociedad siempre al borde del rompimiento, con la amenaza sempiterna de la traición, de la doblez moral, de la puñalada por la espalda. Tres caracteres perfectamente delimitados, por otra parte. Jimmy Conway, interpretado con su habitual fuste por el gran Robert De Niro, vendría a ser el más resabiado y astuto de todos. Pero ninguno de ellos forma parte realmente de la familia, por mucho que ganen grandes cantidades de dinero y se vean en la necesidad de jugarse el tipo y la libertad de forma constante. Por ello, es en realidad otra historia de perdedores, que de alguna forma saben de lo efímero de su existencia, que todo puede acabar de forma brusca con la cárcel o un tiro en la cabeza, y por ello disfrutan de la vida en el presente, y tratan de exprimir el momento al máximo. De ahí creo que nace el interés de Scorsese por retratar con la mayor inmediatez posible la vida de estos sujetos, renunciando a contar otra historia mafiosa como ya hicieran sus admirados Hawks o Walsh.
La puesta en escena de un gigante
Contando con la inestimable complicidad del operador de origen alemán Michael Ballhaus (quien ya trabajara a las órdenes de Scorsese en otras películas, y que volvería a repetir con él en el futuro) Scorsese alcanza la maestría en las complejísimas disciplinas de dirección de actores y puesta en escena, iniciando además una época de madurez absoluta, de coherencia estilística y de vanguardismo estético en la década de los noventa. Una madurez que pasa por llevar más lejos que nunca, a espaldas de una probable comercialidad, las propias necesidades artísticas. Una coherencia que, salvo tropiezos que pueden llegar a ser necesarios (como su siguiente película), provocará de forma irónica la desilusión de algunos de sus seguidores. Y vanguardismo que ha hecho avanzar, y no creo equivocarme, la narrativa cinematográfica varias décadas con cada una de las obras maestras que filmó en los noventa. En el caso concreto de ‘Uno de los nuestros’, se tiene la sensación de que Scorsese filma como si respirase, sin el menor esfuerzo, cuando en realidad sus soluciones dramáticas y expresivas se adivinan elaboradísimas.
Sólo así pueden definirse algunas creaciones visuales, inimaginables para otro director:
1. Comenzar el relato por el evento catalizador del desastre final, marcando perfectamenten el tono y el ambiente del relato, para regresar luego a él, hacia la mitad de la historia, añadiéndole la resignación y el cansancio anímico de Hill, que ahora lo enriquece con su voz en off.
2. Congelar el tiempo en situaciones puntuales, no solamente para alargar la sensación que provoca esa situación, también para incrementar la experiencia gracias, de nuevo, a la voz en off.
3. El admirable uso de la cámara para que, sin la necesidad de diálogos, comprendamos a la perfección cualquier idea o acción, así como conceptos que se instalan en la ironía más salvaje (la cámara que primero viste al chico de arriba a abajo, para luego vestir al adulto de abajo a arriba).
4. El ejemplar empleo de los espacios (sobre todo los interiores) a los que dota de una vida y una profundidad asombrosas, poblados a menudo por docenas de personajes, sobre los que se podría escribir una historia diferente, y que así otorgan de mayor relevancia a los tres (Henry, Tommy y Jimmy) sobre los que se escribe una historia más larga.
5. Las sensacionales ideas de montaje (una vez más, responsabilidad de la incombustible Thelma Schoonmaker), como un juego o capricho narrativo, que en la paranoica parte final se erige en un prodigio de inventiva visual. Cortes salvajes, o elegantísimos, en perfecta sintonía (nunca mejor dicho) con la cuidada selección musical, y con los vertiginosos o ligeros movimientos de cámara.
Conclusión y secuencia predilecta
En una palabra: libertad absoluta. Episodios dantescos o divertidos, pero siempre vibrantes, vivos. El número de secuencias antológicas de esta película es literalmente asombroso, filmados con una energía casi adolescente, lúdica y grave al mismo tiempo. Scorsese se había convertido ya en un maestro. Ese año compitió en los Oscar con la maravilla de ‘El padrino, parte III’ y con ‘Bailando con lobos’ (‘Dances with Wolves’, Kevin Costner, 1990), y hubo de conformarse con el de actor de reparto para el gran Pesci. Mientras, Costner se alzaba con el de mejor película y mejor director, además de otros cinco, en otro de los enormes disparates de los premios californianos anuales. Considerar el balbuciente, aunque vistoso, trabajo de Kevin Costner como superior al magisterio desplegado por Martin Scorsese en esta obra maestra, es una broma de mal gusto. Todo lo que en el epidérmico y “bonito” trabajo de Costner es blandenguería y emulación, más o menos conseguida, de los grandes códigos del western, en ‘Uno de los nuestros’ es la constatación, el florecimiento y esplendor de un talento inigualable. Pero así son las cosas. De ‘Bailando con lobos’, para dejar clara mi postura, hablaré dentro de poco. En cuanto a ‘Uno de los nuestros’, ha sido un placer volver a verla detenidamente para dejar ahora por escrito mi veneración hacia ella.
Y mi secuencia favorita es aquella en la que los tres amigos salen a tomar unas copas en su propio local, encontrándose con un miembro de la familia recién salido de la cárcel (interpretado por Frank Vincent), que sabe de su posición de intocable y que por ello se permite reirse de los de menor rango, sin saber que eso acarreará su muerte de una brutal paliza. Es maravilloso como Scorsese dirige a sus actores, potenciando su naturalidad e improvisación. Realmente parece que estamos sentados en ese bar, siendo testigos de acontecimientos reales, mientras suena de fondo ‘Atlantis’, de Donovan.
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