Ya hemos comentado un poco los primeros proyectos de Scorsese, la difícil situación profesional que atravesaba a comienzos de los años setenta, y su necesidad íntima de hacer un cine personal que, sin embargo, entraba en conflicto con las complejidades de la industria en aquel momento. Su primer largo, ‘Who’s That Knocking at my Door?’ (id, 1967), había recibido algunos premios y parabienes de la crítica, pero no le había sacado del casi anonimato. El segundo, ‘Boxcar Bertha’ (id, 1972), había significado plegarse a las necesidades comerciales y a su precaria situación laboral, aceptando un encargo del legendario Roger Corman, encargo que él había sabido llevar, sin embargo, al terreno de la artesanía, filmando con buena factura una historia que le era tan ajena. Era el momento, ahora sí, de lanzarse a por un filme más personal, que bien podía ser el último, pero con el que esperaba dejar constancia de su progreso como artista y de su universo personal.
Lo que en un principio se iba a llamar ‘Season of the Witch’, terminó convirtiéndose, por mediación de su amigo Jay Cocks (que en un futuro sería el guionista de títulos tan importantes como ‘The Age of Innocence’ o ‘Gangs of New York’), en ‘Mean Streets’ (traducida aquí como ‘Malas calles’), proveniente de una frase del mismísimo Raymond Chandler: “Down these mean streets a man must go”. Con ‘Malas calles’ Scorsese se reencuentra con su punto de vista más intransferible, contando además la historia de personajes a los que conoce muy bien, pues son personajes de su Little Italy, a partir de los cuales puede llevar a cabo una lúcida reflexión, por mucho que en ocasiones molesten sus arritmias o irregularidades, acerca del mundo en el que creció. De sus obsesiones, de su violencia y de su sucia épica.
Primera colaboración con Robert De Niro
Scorsese y De Niro vivieron su infancia y adolescencia a cuatro calles de distancia, y realmente no se conocían, a pesar de que cuando Brian De Palma les presentó, muchos años después, estaban seguros de haberse visto muchas veces por la calle. Pero mientras De Niro era de la banda callejera de Broome Street, Scorsese era de la de Prince Street, y nunca hubieran podido, por tanto, ser amigos antes de aquel encuentro. Parecía, en verdad, predestinado que ambos artistas, con un pasado tan paralelo y con idénticas raíces, terminaran trabajando juntos. Fue el inicio de una relación de amistad que aún existe, y de una profesional que se ha extendido a ocho largometrajes juntos, muchos de los cuales son los mejores trabajos de la trayectoria de De Niro, quien con la salvedad de sus apariciones para Coppola o Cimino, creo que no es ni la mitad de sí mismo sin el genio de Scorsese detrás.
Pero también regresaba el principal actor de su primer filme, el gran Harvey Keitel, en un rol muy cercano a aquél, pero con algunos nuevos matices. La relación entre el personaje de De Niro (Johnny Boy) y Keitel (Charlie) será el eje de una compulsiva historia de aprendices de mafioso, chavales con ansia de poder, violencia, culpa y redención. Un relato que pese a estar ambientado en Nueva York, y sobre todo en Little Italy, fue filmado en su mayor parte en Los Ángeles por necesidades estrictas de producción, y que ha sido muchas veces considerada como una especie de borrador del futuro, y magistral, ‘Uno de los nuestros’ (‘Goodfellas’, 1990). Y es muy cierto, pues ambas funcionan como un díptico irreprochable, un viaje de caída a los infiernos, con un elemento discordante: mientras el Henry Hill de ‘Goodfellas’ no siente culpa y no quiere salir de ese mundo, el Charlie de ‘Malas calles’ siente la presión de la culpa de sus creencias cristianas, y termina pagando su ambivalencia, pues ni quiere pertenecer a la mafia, ni termina nunca de salir de ella. ¿Acaso podría?
Filme, por tanto, de gran profundidad psicológica y emocional, con Charlie como vehículo de las ideas más primordiales de la juventud de Scorsese, que se debatió durante años entre ser cura, gangster o director de cine. El torturado interior de Charlie, su problemática amistad con Johnny Boy, sus sentimientos encontrados hacia Teresa (Amy Robinson), su búsqueda de una salida a su laberinto interior, son el motor de una trama que nos introduce con gran habilidad y convicción por los meandros de los bajos fondos de Nueva York, en un itinerario casi sonámbulo y a menudo pesadillesco, descarnado. En esas malas calles, la amistad parece siempre al borde de ruptura, la fraternidad queda proscrita y los lazos familiares son cadenas que impiden creer en uno mismo. La cámara de Scorsese se convierte en su ojo, a ratos nervioso y a ratos sereno. Con esa cámara, en la que abunda su uso al hombro, nos sentimos parte de la banda y de su destino. Su aparente suciedad en la planificación es una virtud gracias a la cual transmite una vida y una verdad muy difíciles de captar y describir.
Scorsese se muestra como un aventajado alumno de Fellini, Kazan o Hawks, asimila perfectamente sus influencias, habla sobre lo que conoce, y el resultado es un turbador e inspirado filme que fue acogido con entusiasmo en el Festival de New York de 1973 y que es la verdadera semilla del prestigio del cineasta. Por cierto que 1973 es un año crucial para él y para el resto de sus compañeros de generación. Spielberg prepara el bombazo de ‘Tiburón’ (‘Jaws’), Coppola filma ‘La conversación’ y ‘El padrino, parte II’, Brian de Palma llegará pronto con ‘El fantasma del paraíso’, y George Lucas está arrasando con la magistral ‘American Graffiti’. Había nacido el New-Hollywood, que tantas leyendas, mentiras y exageraciones ha suscitado desde entonces, y que como grupo cambió el panorama de la industria norteamericana para siempre, para bien o para mal.
Conclusiones
Scorsese aportó a ese grupo su incontenible pasión y sinceridad, sus recuerdos compulsivos y sus caracteres atormentados y sin salida, rebotando contra un laberinto que ellos creen irrompible. Cristaliza así la primera de sus obras importantes, y muchos de sus futuros temas, que estarán presentes en las obras más logradas, arriesgadas y complejas del cineasta, ya se dan a conocer aquí, así como el deseo de Scorsese de emplear la concepción del tan manido clasicismo, homenajeándolo pero al mismo tiempo pervirtiéndolo, dotándolo de una nueva vida y energía, demostrando que las negras texturas del filme noir pueden adaptarse perfectamente a cada época y autor, pues es un género polimorfo e ilimitado. No en vano es el género que más y mejor ha retratado las miserias y la violencia urbana.
Especial Martin Scorsese:
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