En 1976, todavía enfrascado en la compleja postproducción de una de sus películas más ambiciosas pero menos interesantes, ‘New York, New York’ (1977), Martin Scorsese recibe una propuesta que no puede rechazar: filmar el concierto de despedida de una de las bandas de rock más aclamadas de los años sesenta y setenta, los ‘The Band’, que desde 1964 había estado formada, en su composición definitiva, por los canadienses Rick Danko (bajo, contrabajo, violín, voces), Garth Hudson (teclados y saxofón), Richard Manuel (piano, batería y voces), Robbie Robertson (guitarra y voces) y el norteamericano Levon Helm (batería, mandolina, guitarra y voces). Después de muchos conciertos y muchos kilómetros de carretera, la banda se despedía para siempre el día de Acción de Gracias, concretamente el 25 de noviembre de 1976, en el Winterland Arena de San Francisco. Y Martin Scorsese estuvo allí con siete cámaras simultáneas para dejar constancia.
Que después de un filme tan poco afortunado como el recientemente comentado ‘New York, New York’, el cual no fue un fracaso tan rotundo como algunos dicen pero que le causó bastantes problemas con la industria y con su confianza en sí mismo, Scorsese haga un documental tan apasionado y tan libre, en las antípodas de lo que acababa de filmar, da idea de la inspiración poliédrica de este cineasta y de su entrega a materiales tan dispares. De hecho, declararía que si ‘New York, New York’ iba sobre la música de la época de su padre, ‘El último vals’ iba sobre la suya propia. Qué importante es hablar de lo uno conoce, creo, más que intentar efectuar una reconstrucción de un pasado estético que quizá le quede al artista demasiado lejano, sobre todo emocionalmente. Así las cosas, mientras su anterior película no creo que se encuentre, precisamente, entre lo más notable de su producción, ‘El último vals’ puede ser, sencillamente, una de sus mejores películas, además de uno de los mejores documentales sobre una banda y un concierto que yo haya visto jamás.
También es una feliz coincidencia que hace un par de días Alberto Abuín, dentro de su Especial sobre Clint Eastwood, haya comentado precisamente otro gran filme sobre la música y sobre varios músicos, pero sobre el gran Charlie Parker en particular, la fabulosa ‘Bird’. Eastwood es un enamorado del jazz, y Martin Scorsese vive la música tanto como puede vivir el cine. De hecho es famosa la anécdota que contaba Robbie Robertson sobre el hecho de que él, un guitarrista obsesionado con oír música a todas horas, tuvo que pedirle “por favor” a Scorsese, después de varios días de juergas en casas de amigos, que bajara un poco el volumen. Dicen que Scorsese posee una casa con numerosas pantallas y monitores, y hay días que pone varias películas al mismo tiempo. Pero también dicen que su vasta cultura musical se manifiesta a todas horas, y que es imposible viajar con él en coche o estar en su residencia sin oir música a todo volumen, de sus grupos favoritos. Sólo un tipo con semejante pasión musical podía filmar algo tan hermoso y melancólico, tan inolvidable, como ‘El último vals’.
La música como forma de vida
Una cosa está clara. Cuando Scorsese conoce a un artista, sea actor, director, guionista, montador o músico, por el que sienta afinidad y con el que establezca complicidad, sabe mantener esa amistad por muchos años e incluso forja una alianza profesional duradera. Si ya le había pasado con Robert De Niro o Paul Schrader, ahora le pasaría con Robbie Robertson, verdadero líder de ‘The Band’, quien escribiría algunas importantes canciones de futuras películas del director, y que a finales de los setenta le introdujo en el mundo de la música rock, presentándole, como ya hiciera De Palma en el mundo del cine, a medio mundo, y forjando otras amistades e influencias. La amistad y el profundo respeto que ambos sienten el uno por el otro se palpan, más que se ven, en las entrevistas incluidas en la película, entrevistas realizadas por el propio Scorsese a petición del músico, ignorante quizá de que el director iba a plantear, sin pelos en la lengua, algunas cuestiones realmente duras para los miembros del grupo, cuestiones que son lo más valioso, por su reacción emocional, de los segmentos de entrevistas.
Porque para estos músicos, y para los muchos amigos que forman parte de esta despedida (nada menos que Ronnie Hawkins, Dr. John, The Staples, Neil Diamond, Joni Mitchell, Paul Butterfield, Muddy Waters, Eric Clapton, Emmylou Harris, Van Morrison, Neil Young, Bob Dylan, Ringo Starr y Ron Wood), la música es la única forma de vida posible, y la carretera el alimento que da energía a esa música. Por eso en aquel momento, en el que la carretera y los conciertos habían sido exprimidos de forma creativa hasta el fondo, la banda tenía que despedirse. Era una salida digna, para no agotarse y seguir haciendo música de manera mecánica, o peor aún, para no sucumbir a esa forma de vida como lo hicieron Janis Joplin o Jimmy Jimi Hendrix. Como es habitual en él, Scorsese se identifica con estos artistas, pero no comparte del todo su punto de vista, se obliga a un auto-distanciamiento sin el cual la película no habría quedado tan poderosamente nostálgica, pues permite que los músicos de la banda sean los que expresen, quizá sin saberlo, su propia indefinición vital.
Narrativa y estilísticamente, el documento se divide en tres niveles perfectamente diferenciados. Las entrevistas, la actuación en directo (en la que los asistentes apenas se ven), y los números en estudio. De forma muy astuta y muy elaborada, Scorsese alcanza una representación vivísima de la forma en que cada uno de los integrantes de la banda, y muchos de sus invitados musicales, viven y experimentan esa vida, de lo que fue para ellos formar la banda y conocer a otros artistas por los que sentían afinidad y admiración, y también de lo que es empezar de nuevo sin la banda. En el concierto, cuya dirección artística corre a cargo de Boris Leven, quien ya diseñó los decorados de ‘New York, New York’, se levantan unos cicloramas procedentes de La Traviata. Pero en lo visual, al menos en lo concerniente a la luz, parece francamente mejorable, pero estos problemas de imagen dotan al concierto de una mayor inmediatez, de una mayor fisicidad. Con sus siete cámaras, Scorsese rechaza cualquier búsqueda de perfección formal, y alcanza momentos irrepetibles de documento musical, sin aburrir jamás, encontrando siempre el plano adecuado para cada riff, para cada gesto y cada nota de inflexión. Cine hecho música.
Conclusiones finales
Obra incontestablemente mayor de su director, de obligado visionado tanto para los amantes del cine de Scorsese, como para los melómanos y los mitómanos de toda condición. Cine libre, hermoso, vivificador. Cine hecho vida y música. Con este documental, Scorsese cierra década, al menos en cuanto a largometrajes, una década azarosa y llena de complicaciones vitales y personales, que se acrecentará antes de 1980, pues llega una etapa terrible para él, en lo tocante a lo creativo y a la salud. Pero de eso hablaremos en otro capítulo, porque esta época tremenda tiene mucho que ver con su siguiente largo, ‘Raging Bull’ (1980), el cual no habría sido posible, creo, si el cineasta italoamericano no hubiera sufrido la peor época de toda su vida.
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