'Mandy': la consagración de Panos Cosmatos como autor total del ochenterismo enloquecido

'Mandy': la consagración de Panos Cosmatos como autor total del ochenterismo enloquecido

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'Mandy': la consagración de Panos Cosmatos como autor total del ochenterismo enloquecido

'Mandy' estaba condenada a fracasar: un batiburrillo multireferencial que asienta sus cimientos en la devoción a otras épocas, un argumento que se resume en cuatro lineas y un one-man show de un actor cuya filmografía da bandazos entre lo glorioso y lo olvidable -por mucho que siempre cuente con nuestras simpatías-. La visión de Panos Cosmatos en 'Mandy', sin embargo, es tan clara y honesta, tan firme y coherente, que la papeleta no solo se solventa con bastante fortuna, sino que da pie a una de las experiencias cinematográficas más viscerales e indescriptibles del año.

Es Panos Cosmatos el que mete en el mismo saco fantaterror de venganzas, imaginería de portada de disco de power metal, animación de serie B de los ochenta -estilo 'Heavy Metal', o del mejor Ralph Bakshi-, rock progresivo, grindhouse puro y duro y abstracción estética pasada por el filtro del modernerío synthwave. De todo eso y mucho más hay en 'Mandy' (un ejemplo extremo: reformula la iconografía de Clive Barker, pero como si la Configuración del Lamento para invocar a los cenobitas en vez de un puzle fuera un libro de bolsillo de espada y brujería), y Panos Cosmatos le da una insólita coherencia autoral al conjunto.

'Mandy' demuestra perfectamente que en el cine de género no importa tanto el qué como el cómo, y plantea una sencilla historia que no solo hemos visto mil veces, sino que, de hecho, a sus villanos los vimos mil veces ya en los setenta. Se trata de una secta hippy, mansoniana e intoxicada, que recuerda en la forma a los melenudos de 'Me bebo tu sangre' y en el fondo a los violadores de la fundacional 'La última casa a la izquierda'. El tono irónico de convertir al líder en un lamentable cantante folk y el patético momento que desencadena la violencia dejan claro que Panos Cosmatos conoce sus bases, pero sabe cómo reformularlas.

En este caso, los agresores cuentan con la ayuda de tres moteros de estética inequívocamente cenobita, los Black Skulls, con one-liners y avituallamientos medio BDSM, medio alienigenas. Todos juntos torturarán a Mandy (Andrea Riseborough, de físico frágil, magnético y poco convencional), mujer del lacónico leñador, Red, al que da vida un Nicolas Cage muy bien dirigido (la secuencia del baño es más que un monumento al exceso), y que entrará en modo literalmente berserker para clamar venganza.

Cage Mandy

Esa venganza llega tras una hora inicial que hará que más de un ansioso de la carnaza visual encuentre demasiado lenta, pero que Panos Cosmatos usa para construir una atmósfera enrarecida, mitad esoterismo pop -King Crimson ayuda, claro-, mitad portada de los libros baratos que devora 'Mandy'. La película no cuenta nada del pasado de la pareja, pero a través de unas cuantas conversaciones aparentemente inanes sobre astronomía para niños se adivinan un par de historias trágicas y un entendimiento más allá de las palabras. Los largos planos, silenciosos y cimentados en la fabulosa banda sonora de Jóhann Jóhannsson demuestran que cuando se usa la estética con gusto y para crear atmósfera, lo de menos es la discusión sobre la validez de la nostalgia.

Y cuando llega la brutalidad del tramo final (la bisagra es la creación de nuestro monstruo favorito del año, el Cheddar Goblin), Panos Cosmatos hace malabares con el tono, y pasa de homenajear a 'La Matanza de Texas 2' con un duelo de sierras mecánicas a hacer que Red construya un hacha-espadón a lo juegazo de rol, y que todo se perciba unitario y coherente. Las alucinaciones se combinan con la violencia de serie Z, con el humor camionero y con la poesía visual pura que emanan imágenes como la del templo de los sectarios (puro black metal de sintetizador). El resultado, desgranado así, parece no tener demasiado sentido, pero 'Mandy' hay que verla para creerla, porque si hay algo que rebosa sentido es esta ópera del exceso, obra de un autor que ya es un básico del fantástico moderno.

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