Al amanecer del 7 agosto de 1974 un loco cruzó las torres gemelas de Nueva York a través e un cable durante 45 minutos. Pasos hacia adelante, hacia atrás, de rodillas, tumbándose y recreándose del dominio del equilibrio y del riesgo. Un ejercicio de funambulismo extremo que cautivó a los viandantes y escandalizó a las fuerzas de seguridad. Aquel loco se llamaba Philippe Petit y el acontecimiento fue calificado como el delito artístico del siglo.
Semejante proeza que tenía las mismas dosis de belleza que de suicidio grandilocuente no fue fácil de llevar a cabo. Y en el documental ‘Man on Wire’ dirigido por el británico James Marsh, se rescata esta fascinante historia y de la ardua y compleja preparación que tuvo que llevar a cabo el alambrista francés Petit. La historia es suficientemente interesante como para llevar a cabo este documental, pero lo que lo convierte en un impresionante ejercicio cinematográfico es la forma de narrarlo.
James Marsh ha sabido mezclar con especial brillantez imágenes de archivo, entrevistas al protagonista y sus colaboradores y vestirlo con las suficientes dosis de tensión que lo convierten en un verdadero documental en clave de thriller. El protagonista es un tipo apasionado, un loco cuerdo que ha vivido obsesionado con cruzar en un alambre las torres gemelas desde que tuvo conocimiento que las estaban construyendo. Su único afán era prepararse para alcanzar un reto personal, lleno de pasión, de riesgo y de asombrosa emoción que transmite a lo largo de sus fascinantes manifestaciones en las entrevistas.
‘Man on Wire’ narra con detalle la meticulosa preparación de semejante golpe, tan similar como si fuera uno de esos atracos con rasgos de cine negro. Los detalles, los ayudantes y cómplices involucrados, la novia sufrida y un protagonista loco que se erige en propio y apasionado intérprete de los hechos que rodearon a su hazaña.
El gran acierto del realizador es haber dotado al documental de una poderosa fuerza narrativa, con un montaje alterno que sabiamente nos va conduciendo con la misma pasión que Petit hacia la superación de la prueba sobre el abismo. Pura emoción y suficiente intriga, a pesar de que se conoce el desenlace, como para que aunque a uno no le llame la atención las vicisitudes de un artista del alambre, consiga quedarse fascinado con la narración.
A pesar de no disponer de imágenes en movimiento del acontecimiento, la falta se suple con notable talento a la hora de recrearlo y se apoya en suficiente material gráfico, junto con las visiones en primera persona de todos los implicados.
Nada tenía de sencillo colarse dentro del recién construido World Trade Center, subir hasta la última planta con abundante y pesado material y montar allí el dispositivo para unir ambas torres con un cable suficientemente tenso como para que Petit caminase con cierta seguridad. Aunque, precisamente la seguridad la ponía únicamente su fijación y preparación, porque el riesgo era tan alto que era algo que se suponía superado. La mayor dificultad para Petit y sus cómplices era establecer un plan que los condujera a lo alto de ambas torres, con suficiente sincronización y discreción como para montar el cable que sería el poético camino que recorrería Petit.
Como aperitivo, podemos ver en imágenes de archivo la enorme destreza, casi innata del alambrista, desafiando al vértigo y la lógica, caminando por encima de la catedral de Notre Dame primero, y sobre las torres del puente del puerto de Sidney después. Así como la ardua y larga preparación que supuso el golpe de las torres gemelas, verdadero y único objetivo. Momentos complicados, de mucha planificación, de simulacros y de dificultades inesperadas que van conformando la intrigante y emocionante historia de Petit. Un tipo singular, al que sin embargo no se intenta endiosar y encumbrar, sino servir como fiel reflejo del soñador obstinado, que busca satisfacer su principal objetivo en la vida.
Marsh sabe manejar con sutileza y maestría elementos dramáticos insertados a lo largo del metraje que van dotando de fuerza, brío y emoción esta extraordinaria historia, todo ello apoyado en una brillante banda sonora de Philip Nyman. Junto con la acertada decisión de no entrar en discernir las verdaderas motivaciones del alambrista, sino más bien en contar con mimo e intriga el entramado perpetrado hasta llegar al objetivo impuesto.
Quizás, a pesar de que no se cita, el desastre del 11-S infilnge en el sentir del espectador un tono más emotivo si cabe, cuando se aborda su construcción y el posterior acontecimiento, sin duda uno de las anécdotas más curiosas que los dos gigantes de cemento vivieron.
‘Man on Wire’ resulta un sublime ejemplo de narración a la par que está dotado de algo tan difícil conseguir como es que destile magia, la misma que el entusiasta Petit, de personalidad magnética, parece haberle empujado al delito artístico del siglo XX. Así fue calificado en su momento. En realidad, ‘Man on Wire’ llega más allá y resulta un relato sobre la búsqueda de los sueños.
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