Una película imperfecta pero valiente siempre va a ser preferible a un pulcro ejercicio de estilo, redondo pero sin riesgo. La nueva película de Drew Goddard tiene unos cuantos altibajos, desde luego, pero planta ante el espectador una avalancha de ideas que abarcan de la estructura del guión a la misma puesta en escena. Todo ello, tras el inevitable aturdimiento, puede conseguir que el espectador más devoto de las montañas rusas caiga rendido a los pies de una propuesta tan iconoclasta como personal.
'Malos tiempos en El Royale' parece, desde el principio, dejar claros sus problemas: una duración mastodóntica (casi dos horas y media que, aunque no se sufren en demasía, a toro pasado es fácil pensar que se podían haber dejado en ciento veinte minutos más justitos), una cantidad de protagonistas -aquí no parece haber secundarios- complicada de gestionar y una auténtica centrifugadora de tonos y estilos, con un escenario como único vínculo: un hotel fronterizo entre California y Nevada llamado El Royale.
Pero con sus irregularidades, la propuesta de Goddard se sobrepone a todo ello con una narrativa arriesgada pero implacable, que bebe obviamente de las cronologías descoyuntadas de Tarantino -es tentador compararla con 'Four Rooms', aunque esta sea otra cosa-, pero sin intentar competir con él. 'Malos tiempos...' quiere plantear más una (gozosamente pasada de moda) estructura de cine episódico que una reflexión postmoderna sobre los resortes narrativos del cine negro. La historia que cuenta desde distintos puntos de vista y diversas líneas temporales no pretende epatar, sino que nace de una honesta intención de describir a los personajes a fondo.
Y lo consigue porque Goddard, obviamente también guionista de la función, describe con una inteligencia poco habitual a sus dispares protagonistas. Un ejemplo: los siempre temibles flashbacks que van contando de forma escalonada cómo han llegado hasta El Royale los personajes y cuáles son sus propósitos son de una concisión notable: con solo unos pocos decorados extra y algún secundario adicional, además de unos diálogos brillantes y directos, Goddard consigue que su fauna, por excéntrica que sea, tenga motivaciones creíbles y personalidades definidas.
La única excepción es el gran problema de la película: el personaje de Chris Hemsworth, no solo el más tópico y previsible, sino también el dueño de un flashback más largo y convencional. Todo lo que le rodea en la película cojea o se deja llevar por cierta concesión a las ideas de segunda mano, y uno de los personajes que llegan al hotel, relacionado directamente con él, es posiblemente el más arbitrariamente definido. A eso se suma la escena final, sin duda la menos interesante del film.
Aún así, su presencia es necesaria para que converjan un sinnúmero de historias que se dan cita en El Royale. Tenemos a un pulcro espía que ya conoce algunos de los secretos del hotel (Jon Hamm), una joven que arrastra a otra chica contra su voluntad (Dakota Johnson), una mujer de raza negra y voz increíble (Cynthia Erivo), un sacerdote cuyo pasado se pierde entre muchos recuerdos (Jeff Bridges)... y ya anda por allí un único empleado del hotel, con un pasado al que no quiere volver (Lewis Pullman). Son solo los puntos de partida de historias que, obviamente, empezarán a conectar entre sí y a enredarse irremisiblemente.
'Malos tiempos en El Royale': Podredumbre bajo la moqueta
Hay una idea que atraviesa toda la película, y que justifica las decisiones estéticas, de gloriosa horterez decorativa, de la película -y que algunos críticos no han sabido leer correctamente: se ha calificado 'Malos tiempos...' de fea... cuando en realidad el adjetivo más apropiado es "feísta"-. Esa horterez que solo puede tener un hotel a medio camino entre California y Nevada, pero que funciona también como discurso sobre la definitiva pérdida de la inocencia de Estados Unidos.
Por eso son pertinentes las presencias ominosas, fantasmales, de Vietnam, la corrupción política, el gobierno como un Gran Hermano metafórico y literal, la absorción de la cultura pop de forma irremisible por la industria del entretenimiento y, cómo no, el iluminado mansonita que, en el mundo real, certificó a cuchilladas el final del Verano del Amor. Desde la arquitectura peculiarísima del hotel -lo que incluye su simbólica situación geográfica- a los personajes, mitad tropos del género mitad bocados de realidad, todo son piezas de una sátira que usa la narrativa del cine negro para contar otra cosa.
Pero que, a diferencia de 'La cabaña en el bosque', a la que 'El Royale' supera en algún sentido -en sutilidad al menos-, no estamos ante una disección humorística, sino como una carta de amor al género. Con aspectos tan cuidados como una banda sonora casi íntegramente soul que va apostillando lo que nos cuenta la película (aunque hay una canción de Deep Purple insertada con muy mala uva), la nueva película de Goddard es una propuesta tan estimulante como llamada a toparse con la incomprensión generalizada. Una pena, porque pese a sus problemas, exquisiteces extrañas, imperfectas y estimulantes como ésta no abundan.
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