Siguiendo los pasos de Christophe Honoré (a quién no acabé de entender en Novo, pero disfruté enormemente en Dans Paris), y mientras espero a que se estrene en nuestros cines su último éxito en Cannes titulado Les Chansons d’amour, me he decidido a ver de su filmografía anterior todo lo que encuentre disponible, empezando por Ma mére (2004), primera de una lista que no sé si me atreveré a continuar.
Me explico, no es que me haya parecido una mala película, más bien todo lo contrario, pero si que me ha hecho pasar un mal rato, difícil de olvidar. Algo que mi vena masoquista en cierto modo agradece, por la parte reflexiva que acompaña a ese sufrimiento, pero que no estoy muy convencida de querer volver a repetir.
Ma mére parte de una historia aparentemente sencilla. Pierre, un adolescente de 17 años, que normalmente vive con su abuela, se traslada a Canarias a pasar una temporada con sus padres. El padre muere un accidente de coche y él se queda sólo con su madre, que le introduce un mundo, por decirlo de modo suave, un tanto libertino.
Una fascinante (como es habitual) Isabelle Huppert, se encarga de dar vida a esa madre sin límites, entregada al sexo en todas sus vertientes, que mantiene con su hijo una relación de amor tan profunda, que la lleva a mostrarse ante él tal y como es, y por lo tanto a arrastrarlo con ella en todas sus especiales aficiones.
Louis Garrel, que además de ser extraordinariamente guapo, ha demostrado en varias ocasiones su talento interpretativo, representa al hijo que sufre por lo que ve y hace en un principio, pero que poco a poco va descubriendo que forma parte de su propia naturaleza.
Hasta aquí todo en orden, tampoco es cuestión de escandalizarse a estas alturas, no se trata de eso, pero la forma en como trata el tema Honoré es tan espesa, dolorosa y depravada (por lo menos para mis costumbres), que a partir de un momento determinado del film no permite ni un sólo respiro, en el que poder acomodarse un poco.
No voy a desvelar nada más de lo que ocurre, ya que el factor sorpresa es también importante, pero sí algo que me quedó muy claro al finalizar la película; la perversión no tiene límites, o al menos no más límites que los que se pone uno mismo.
Ma mére deja un regustillo amargo e inquietante, que obliga a plantearse cosas, a mirarse por dentro e intentar descubrir que clases de miedos, recelos o anhelos nuevos nos ha provocado. Una agresión, llena de sentido, que escuece, duele e incluso marea.
¿Vale la pena pasar por algo así? Eso ya lo dejo al gusto del consumidor. Yo todavía no lo tengo claro.