"Nunca volvamos aquí otra vez, porque nunca volverá a ser tan divertido". Charlotte
'Lost in Translation' es uno de esos raros títulos que dividen a los aficionados al cine; están los que lo odian y estamos los que lo adoramos. Y no es difícil averiguar el porqué. No es ésta una película asequible, de fácil consumo. Incluso, podría decirse que durante gran parte de su metraje no ocurre nada (al menos, nada concreto, visible). Sofia Coppola nos sumerge, a su manera, en el breve y desesperado encuentro entre dos individuos perdidos en un lugar extranjero; no saben quiénes son ni qué están haciendo, pero siguen adelante; la realizadora sitúa la cámara frente a estos personajes sin pedirles que hagan nada especial, para que los observemos y los comprendamos tal como son, en escenas íntimas, para que respiremos su mismo aire, sintamos su misma soledad y desorientación. Esto evidentemente es lo que molesta a sus detractores. Creen que falta más movimiento, más velocidad, una historia más definida, sin tanto espacio ni silencio. Pero precisamente ahí es donde reside su encanto.
Fui a ver 'Lost in Translation' cuando se estrenó, la volví a ver en DVD y más tarde en televisión; las tres veces me quedé con la misma sensación, y la disfruté del mismo modo, aunque las circunstancias del visionado no eran las mismas, ni yo tampoco. Hace una semana, pensando en una lista de las mejores películas que he visto en esta década, llegué a más o menos una veintena de títulos, y dudé sobre si incluir o no la película más popular de la hija de Francis Ford Coppola. Así que le quité el plástico a la edición metálica que compré unos meses atrás (a un precio ridículo) y volví a verla. De nuevo llegué a la misma conclusión; es una película de momentos, un conjunto débil que se mantiene en pie de forma increíble gracias a un puñado de grandes escenas aisladas.
Evidentemente, una de las imágenes de la película es la que os he puesto arriba, el trasero de Scarlett Johansson, que aquí interpreta a Charlotte, una chica norteamericana que pasa unos días en un Hotel, mientras su marido sale a trabajar. Con las deseadas nalgas de la joven estrella se inicia 'Lost in Translation' (2003); es el primer plano que vemos, y sobre él aparece el título, mientras la pantalla funde a negro. En off se oye una voz que nos da la bienvenida a Tokio. A continuación vemos las calles de la capital japonesa, iluminando la noche, a través de los cansados ojos de Bob Harris, un actor famoso que acaba de llegar desde Estados Unidos para rodar unos anuncios de televisión. Le da vida un genial Bill Murray.
Tras una serie de repetitivas postales, que no hacen más que recalcar lo sola que está Charlotte (Johansson nunca ha estado tan guapa, irresistible, como lo está aquí) y lo desubicado que está Bob, llegamos a la que es una de las escenas más recordadas de la película, el "momento Suntory". La situación está bien escrita, pero sin Murray no sería ni la mitad de divertida, su reacción es fundamental. Más adelante tendremos una escena muy parecida, e igualmente desternillante, durante una sesión de fotos en la que el actor debe poner mil caras diferentes mientras se supone que bebe el whiskey que está anunciando. Esta parte podría resultar redundante, de no ser porque en ella asistimos de una forma más clara y rotunda al declive artístico del protagonista. Es cuando le vemos arrastrarse por dinero, respondiendo a las cada vez más absurdas peticiones del fotógrafo como si fuera un mono de circo.
Bob pasa por el aro porque simplemente se deja llevar, ha perdido la ilusión y necesita mantener su lujosa forma de vida. Pero Coppola nos presenta a una chica que es una atracción de feria por propia naturaleza, como si fuera un sueño hecho realidad. En otra de las mejores escenas de la película conocemos a Kelly, a quien encarna Anna Faris de forma tan perfecta que parece que realmente ella fuera así (cosa que no parece probable, lo mismo que el trato de Giovanni Ribisi con Johansson, a quien no besa nada más que para despedirse). La estupidez supina de la chica, que a mí no sé por qué me recuerda a Britney Spears, se pone aún más de manifiesto en un momento posterior, cuando están cenando en el restaurante del hotel y les explica que su padre es anoréxico, porque en Vietnam le envenenaban la comida. De nuevo, podría verse esta escena como algo repetitivo, innecesario, pero aparte de que la anécdota es memorable, sirve como preludio al primer encuentro entre Charlotte y Bob, que no la pierde de vista, desde la barra.
Aunque ya se han visto en el ascensor (ella dice que no se acuerda), por fin nuestros dos protagonistas se acercan y mantienen una primera conversación amistosa. Charlotte le pregunta qué hace en Tokio, y Bob responde sinceramente que ha viajado para ganar millones de dólares con un anuncio, en lugar de rodar alguna película; de pasada, nos da otra pincelada de su anodina vida privada, cuando confiesa haberse perdido el cumpleaños de su hijo. Durante la película, Bob mantiene contacto con su mujer a través del teléfono o del fax, gracias a lo cual entendemos que ella está más preocupada por el color de la moqueta (otro momento muy divertido) que de lo que siente su marido, que en todo caso intenta arreglar las cosas demasiado tarde (y de forma equivocada). Charlotte también habla por teléfono en una ocasión y el resultado es muy parecido, ya sea por la diferencia horaria o por cuestiones más personales, cuando cuelga se siente más sola aún, después de una intrascendente charla.
Charlotte y Bob ya se conocen, están aburridos, se caen bien y van a probar el sabor de la noche japonesa. En la larga secuencia que viene a continuación, y que consiste básicamente en ver cómo se divierten los dos protagonistas, se alternan momentos inspirados con otros más prescindibles, y estoy seguro que es la parte en la que muchos de sus detractores resoplan y niegan con la cabeza, deseando que se acabe la película cuanto antes. Es un tramo de equilibro delicado, que quizá dura demasiado, pero en todo caso es necesario, imprescindible, ya que por primera vez vemos a Charlotte y Bob felices, pasándoselo realmente bien. De aquí nos podríamos quedar con la famosa escena del karaoke, con una seductora Johansson y un (de nuevo) divertido Murray, pero personalmente me gusta más lo que sucede justo después, cuando Charlotte apoya la cabeza sobre el hombro de Bob, y se quedan en silencio, simplemente estando juntos.
Poco a poco, mirada a mirada, risa a risa, la joven Charlotte y el veterano Bob van intimando, se van conociendo y gustando, necesitando como el aire la compañía del otro. Hay una extraordinaria química entre los dos actores que se mantiene durante toda la película, haciendo posible que nos creamos su relación, que llega a la cima en la no menos famosa escena de la cama. Como explica Murray en uno de los extras del DVD, cuando los protagonistas de las películas llegan a la cama, suelen pasar dos cosas: sexo o discusión. Coppola no elige ninguno de los dos caminos y nos regala una conversación memorable entre los dos personajes, que desnudan su alma frente a la pantalla (la manera en la que Bob cuenta cómo es la paternidad parece tan verdadera que deja la piel de gallina). Al parecer, tardaron bastante en rodar el que es uno de los momentos más bellos de la película, coronado por esa leve caricia de Bob en el pie de Charlotte. La única vez que se quedan dormidos.
No podemos hablar de 'Lost in Translation' sin comentar el desenlace. La película acaba de forma coherente, sin concesiones, sin un happy end, del mismo modo que terminan otras preciosas e imposibles historias de amor narradas previamente en la pantalla ('Breve encuentro' de David Lean, 'Los puentes de Madison' de Clint Eastwood o 'Deseando amar' de Wong Kar-wai). Aquí es donde Coppola o los actores podrían haberla pifiado, muy fácilmente, pero todo queda narrado con la misma naturalidad y elegancia que ha caracterizado el resto de la película, y asistimos a unos de los finales más tristes, dolorosos y hermosos de los últimos años. De toda la poderosa secuencia final me quedo con dos momentos muy concretos: el primero, que me impacta de forma increíble, es la mirada que se le queda a Bob cuando se despide de Charlotte, cuando se da cuenta de que no hay marcha atrás, que la pierde para siempre; la segunda gran imagen es la de los ojos llorosos de la chica, abrazada a Bob, solos en medio de una ciudad atestada, escuchando una última frase que nosotros no podemos oír. Y adiós.