Si hay algo que nos hace volver al cine de zombies una y otra vez, pese a que parece que está todo ya contado, es precisamente su versatilidad. Aunque el subgénero no ha vivido un giro radical en sus bases desde la revolución de los infectados y la eterna polémica de si se consideran zombis o no (zanjémoslo: sí, son zombis, salvo que quieras poner peros a todos los vampiros que no se convierten en murciélago), la existencia de series como 'The Walking Dead' demuestran que el interés no se ha disipado.
Esa versatilidad y, precisamente, el hecho de que todos conozcamos las reglas más o menos inamovibles de una buena historia zombi es lo que permite que esta producción canadiense, de aire contemplativo y ensimismado, funcione a la vez como aterradora epopeya de canibalismo post-apocalíptico y como historia intimista de un puñado acerca de infelices aturdidos por las circunstancias. 'Los hambrientos' es una película de zombis con todos los elementos: sangrienta, feroz, desalmada, pero también se permite prestar atención a sus humanos sin que eso interfiera en el retrato del panorama post-contagio.
Porque ese es a veces el problema de las ficciones zombi: hay dos universos, el zombi y el humano, y solo se fusionan cuando colisionan, siguiendo un poco el ya histórico manual de instrucciones narrativo de los clásicos de Romero. Rara vez ambos universos se retroalimentan, incluso en ficciones como la citada 'The Walking Dead', donde los zombis condicionan toda la narrativa, aunque sean solo un telón de fondo.
Esa situación se esquiva con enorme fortuna en 'Los hambrientos' gracias a una narración hierática, desesperada, sin ninguna esperanza. Los infectados han vencido, el mundo ha caído quizás solo en unas pocas semanas (no estamos en un entorno post-apocalíptico, pero no se puede saber en qué estado se encuentran los grandes núcleos de población, ya que la ambientación es íntegramente rural), y los humanos tienen prácticamente asumida su inminente desaparición. Pero ah, la eterna esperanza en que de algún modo todo se arreglará...
El fin del mundo no está cerca: está aquí
El argumento de 'Los hambrientos' se resume en un puñado de palabras: un grupo de supervivientes a una infección que ha convertido a la gran mayoría de la humanidad en caníbales salvajes e indomables intenta abrirse paso en un viaje en el que tienen todo en contra. Un par de mujeres maduras, una madre que ha perdido todo, un hombre práctico y directo, una niña, una mujer que va a todas partes acompañada de su acordeón, un joven que ha tenido que ejecutar a su familia y un anciano que ha sido mordido en la pierna... apenas pinceladas de personalidad para un grupo con personalidades que se confunden entre sí.
Posiblemente, esa falta de distinciones entre unos y otros (todos serios y sobrepasados por la situación, todos agotados y aterrorizados) es lo que da personalidad a una película de zombis que no quiere revolucionar nada, pero que se toma muy en serio su propia ficción: todos los actores hacen una labor entregada y creíble (especial mención para el nerd convertido en cazador de zombis Marc-André Grondin y la madre desesperada, Monia Chokri); la violencia es fría y sangrienta, lindando con la caricatura; y aunque tranquila y llena de silencios reflexivos, en ningún momento peca de grandilocuente, lo que hace del desesperado drama del grupo algo cercano y comprensible.
Robin Aubert, cuya breve filmografía permanece aún inédita en España, se permite incluso introducir fugaces experimentos visuales y narrativos que otorgan una atmósfera muy especial a la película. Una es la fascinación que los infectados experimentan hacia unas extrañas torres construidas con electrodomésticos y que, de algún modo, sugieren cuál podría ser el origen de la plaga... sin dar ninguna respuesta específica. Su magnetismo y u colosal tamaño da un aire de culto enloquecido a la infección, cuyas razones no se explican pero que discurren a un nivel casi subconsciente.
Algo similar sucede con los infectados, que haciendo honor ciertas carreteras secundarias de la mitología zombi, parecen estar sufriendo en su nuevo estado, más allá de ser meros vehículos de contagio. La forma fantasmagórica y veloz con la que se mueven y el modo en el que Aubert los muestra, a veces como espíritus omnipresentes, a veces como rígidos tótems del miedo, da un sello visual muy característico a esta película: una epopeya zombi magnética, arrítmica y diferente pero, a la vez, con los pies firmemente asentados en la tradición del género.
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