'London Boulevard', atrapado por su pasado

-¿Quiere decir unas últimas palabras?

-Sí. Estamos todos jodidos.

Desde que vi por primera vez a Humphrey Bogart en ese traje elegante, actitud chulesca, diálogos cínicos, secos puñetazos y disparos certeros, fumador e irresistible, adoro el cine negro. El moderno western. Los relatos de solitarios antihéroes, policías corruptos, femmes fatales, mafiosos, asesinos, ladrones y todo tipo de desesperadas criaturas que buscan redención en la implacable jungla de asfalto. La irrupción del polémico y plurirreferencial Quentin Tarantino, con sus ‘Reservoir Dogs’ (en la que destaca el sabor a policiaco hongkonés) y ‘Pulp Fiction’ (a polar francés), dieron un nuevo impulso a las historias criminales en la última década del siglo XX. Muchos intentaron seguir su estela, y quizá el más afortunado fue Guy Ritchie, aportando una estética próxima al videoclip a su descarnado retrato de los bajos fondos londinenses. El caudal de imitadores no ha dejado de fluir (aquí hemos tenido a Paco Cabezas con su ‘Carne de neón’) en un intento por seguir explotando una fórmula que parece agotada, que necesita reinventarse.

Pensé que ‘London Boulevard’ seguiría en esa misma dirección, es la impresión que daba el tráiler, y aunque hay similitudes con el trabajo de Ritchie (quizá inevitables al ambientarse en el mismo escenario), en realidad se trata de un enfoque más tradicional y romántico del drama criminal. La cinta, que inexplicablemente ha llegado a nuestras carteleras con un año de retraso, supone el debut como realizador del estadounidense William Monahan, guionista de ‘Infiltrados’ (‘The Departed’, por la que ganó un Oscar) y ‘Al límite’ (‘Edge of Darkness’), entre otras. En ambas participaba Ray Winstone, que aquí interpreta el papel del típico capo mafioso elegante y despiadado, un salvaje aparentemente civilizado. El chico malo que desea cambiar de vida lo encarna Colin Farrell y la chica de turno es Keira Knightley; Ben Chaplin, David Thewlis, Anna Friel, Eddie Marsan y Stephen Graham completan el interesante reparto de ‘London Boulevard’, una película fallida, realizada con buen gusto pero que no alcanza a materializar todo lo que se propone.

Resulta curioso que un profesional que se ha labrado una (todavía corta) carrera como guionista opte por adaptar una obra ajena en su primer trabajo como director, en lugar de apostar por una historia original propia. Con eso no quiero decir que esté empezando a desconfiar del talento creativo de Monahan... bueno, algo, sí. Basada en la novela homónima de Ken Bruen, ‘London Boulevard’ se centra en Mitchel, un hombre que ha pasado tres años en prisión por un violento incidente. No tiene ninguna intención de volver a pisar la cárcel (”me pone nervioso“) así que en lugar de volver a mezclarse en turbios negocios con sus viejos colegas, se interesa por una peculiar oferta de trabajo que le surge tras salvar a una chica de un atraco. Charlotte es una estrella de cine inmersa en una crisis personal, encerrada en casa ante el acoso de los medios de comunicación, que intentan convertir su vida privada en un morboso espectáculo público. La actriz necesita protección y Mitchel es el tipo adecuado para el puesto.

La entrada del expresidiario en la vida de Charlotte permite una jugosa comparación entre dos realidades que conviven en la misma ciudad, y las dificultades a los que ambos se enfrentan; los dos desean escapar de la trampa en la que han caído por sus propios errores, pero mientras que uno se lo juega todo (Mitchel siempre habla de sobrevivir), la otra solo esquiva molestos fotógrafos. Puede resultar un tanto forzado que una joven privilegiada como Charlotte llegue siquiera a plantearse meter en su casa a un completo desconocido con pasado criminal, pero en este Londres desesperado, cruel y desquiciado que retrata Monahan, de alguna manera se hace creíble, uno llega a pensar que no hay más que mirar a los ojos, o escuchar la voz, para descubrir si alguien es o no de fiar. Mitchel transmite confianza. Con los dos guapos de la película juntos, siendo cuestión de tiempo que ella pierda el miedo y acabe compartiendo cama con su guardaespaldas, surge el gran obstáculo para la paz de Mitchel.

El problema es Gant, el criminal que controla las calles. Un adinerado psicópata (cuyos traumas florecen ante sus atemorizadas víctimas) que se adueña de las vidas de todos los que cometen el error de hacer negocios con él, o tienen la mala suerte de cruzarse en su camino. Quiere apoderarse del alma de Mitchel, y no va a aceptar una negativa. Es interesante cómo el protagonista es una especie de “lobo bueno” que cuida a los más débiles de la manada, atacando a todo el que intenta abusar de ellos. Un punto débil que Gant intentará aprovechar, como buen villano. Monahan está inspirado dibujando a los criminales, creando sus peculiares personalidades y sus diálogos, pero fracasa con la subtrama romántica. Es demasiado evidente y filma con torpeza todas las escenas acarameladas de la pareja. Tampoco ayuda la falta de química entre Farrell y Knightley, quien vuelve a ofrecer su limitado repertorio de poses y miradas; a falta de ver lo que ha extraído de ella Cronenberg, me parece una de las actrices más sobrevaloradas del planeta.

Por su parte, y exceptuando las escenas que comparte con la inglesa, la labor del irlandés es impecable, demostrando una vez más que es un intérprete con mucho potencial. Los secundarios (cabe destacar especialmente a Thewlis y Winstone), la fotografía de Chris Menges y una estupenda selección musical contribuyen a maquillar los defectos y las arritmias de una película en la que se nota demasiado el paso de los minutos. La inexperta puesta en escena de Monahan (ojo a la escena en la que Farrell ataca a Chaplin cuando éste juega al billar), la inclusión de personajes a los que no se les saca partido (el policía, el paparazzi fanático o el cirujano) y lo incoherente de algunas situaciones (¿no debería ser más complicado llegar hasta Gant?), contrarrestan las virtudes de esta ingenua e insustancial ‘London Boulevard’. Es una de esas películas que valen para pasar la tarde, sin muchas exigencias, y que se olvidan enseguida.

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