El cine de terror y fantástico latinoamericano vive un periodo de renovación de unos años a esta parte, y muchos de los títulos de género más reseñables recientes tienen en común temas sociales relativos a la turbulenta historia de estados represores o sencillamente la difícil situación socioeconómica de algunas naciones. ‘La llorona’ de Jayro Bustamante es la última de estas aproximaciones, pasando muy tangencialmente por la leyenda que da título.
La Llorona es una figura del folclore en México y otras partes de América Latina, es un emblema femenino, trágico y escalofriante, que ha poblado muchas adaptaciones en castellano y, recientemente otra americana, incluyéndose en el plantel de entidades relativas al universo Warren en la correcta ‘La llorona’ (The Curse of la Llorona, 2019). Si bien no era de lo más reseñable de los spin off de James Wan, cumplía su cometido de ofrecer hora y media de sustos con un toque latino.
El uso del mito para explorar las raíces del dolor colecivo
Rápidamente aupada como “la buena”, la película de Bustamante se ha rodeado de prestigio y va a representar a Guatemala en los Óscars, disfrutando de un certificado de autenticidad que puede llevar a engaño en sus intenciones. Si bien los detalles de la desgracia y el simbolismo de La llorona pueden diferir entre relatos, todos tienen en común el fantasma de una mujer obligada a vagar llorando por sus hijos muertos, a quienes ella misma ahogó.
Sin embargo, aquí el personaje tarda en aparecer y su protagonismo se reduce a una fuerza residual mientras el film parece una obra más influenciada por Lucrecia Martel que por Rafael Baledón, en la que se expone a una familia de la burguesía bajo el peso de los pecados de todo un entramado político, a través del personaje interpretado por Julio Díaz, un sosias del general Efraín Ríos Montt, el déspota guatemalteco que en 2013 fue condenado por genocidio y crímenes de lesa humanidad. De hecho, aquí comenzamos con un juicio similar.
En una sala de tribunal, Bustamante usa el espacio para imponer relatos colocando a los testigos, una mujer ixil, en el centro del encuadre, su rostro directamente hacia la cámara. Detrás de ella, la familia del general. Todo está rodado de forma precisa y deja las vergüenzas de la familia protagonista al descubierto, narrando visualmente los relatos y dejando que la información vaya conformando una verdad que todos sabemos desde el principio. Tan solo podemos ver tomar forma la historia cuando llega una nueva sirvienta a la casa del general.
Un relato necesario pero insuficiente
Alma (María Mercedes Coroy) es una mujer Kaqchikel, con el pelo largo y oscuro al estilo de las protagonistas fantasmales del terror japonés, algo que parece captar bien el General, puesto que empieza a volverse loco con su presencia, una etérea mirada silenciosa que hace crecer un misterio a su alrededor que la hace parecer una figura de presagio funesto. Es en la segunda parte del film donde vemos su historia y se erige como un símbolo del sufrimiento de su pueblo, mientras que la esposa y la hija del general, se van haciendo más humanas.
Sin embargo, no se ofrece una historia verdaderamente profunda o catárquica del relato de las víctimas ni la culpabilidad del villano se cuestiona o se hace algún tipo de entramado ético que asimile el mito original para darle una vuelta real. Tan solo sirve como factor de culpa, a modo de corazón delator de Poe, sin fabricar ninguna escena especialmente reseñable relacionada con el género. A lo sumo puede considerarse una fábula de realismo mágico con alguna imagen cautivante y gótica.
Tampoco abundan motivos que merezcan asociarla al género más allá de la excusa para mostrar terrores mucho más reales, menos banales que una gran set piece, que pueden convertir ‘La llorona’ en un necesario retrato informativo sobre las vergonzosas matanzas a la población indígena, pero quizá el tema fuera digno para un retrato más complejo, independientemente de sus elementos o no de horror tradicional, que una exposición que roza lo maniqueo, pese a una puesta en escena paciente y algún momento de lirismo un tanto frío como para crear la conmoción que debería causar el relato.
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