“Ya que la amas, lo dejaré, pasar. ¡Por esta vez! Dilo de nuevo, y dejaremos de ser hermanos”- Tristan Ludlow
No, no sería bueno que antes de entrar en materia le diesen al play del vídeo de más arriba, así que lector, te rogaría que apartases el puntero de allí. Lo mejor, lo más justo, sería empezar hablando de lo que es el melodrama. Como todo el mundo sabe (o casi todo el mundo), la expresión une dos términos: el drama, que sería ese género sobre la vida real, cotidiana, con sus miserias y sus alegrías; y la melodía, que es una composición en la que se desarrolla un tema. Unidos, forman el melodrama, ese tipo de película en el que las pasiones y los conflictivos son más intensos, más dolorosos y más trágicos que en la vida real. Hay poquísimos melodramas de altura, y muchísimos manipuladores o salidos de tono. Y es que en el melo cabe casi todo, o muchos géneros se alimentan de sus acordes para enfatizar o atrapar al espectador. ‘Leyendas de pasión’, cuarta realización de Edward Zwick, intenta ser un melodrama de altura, lo busca tan desesperadamente, y fracasa de una manera tan estrepitosa, que lo que más conmueve en ella, por desgracia, son sus nobles intenciones y sus desastrosos resultados.
No es Edward Zwick, precisamente, un director de fuste. Pero tampoco es un completo inútil, seamos justos. Tiene más mentalidad, todo sea dicho, de productor que de director, y cada vez que se enfrenta a un proyecto lo hace cargado de una tonelada de buenas intenciones, y pone todo lo que tiene encima de la mesa. No es mucho, pero es algo. Termina resultando, siempre, ingenuo y simplote, pero otros no llegan ni siquiera a eso y son arropados con oropeles que sonrojan. Intenta aportar algo a la guerra civil de su país (‘Glory’), al melo (‘Leyendas de pasión’), al drama social (‘Diamante de sangre’), o incluso a la tradición japonesa de filmes de época (‘El último samurái’). Y todo queda, siempre, en eso, en intentonas. Alguna cosa salvable hay en ellas. Aquí sólo hay dos: su sublime música y su portentosa fotografía.
Una partitura musical legendaria, una imagen formidable
Pasemos un momento al apartado de la música, que merecería un artículo, o un libro, aparte. James Horner, en la actualidad, no es ni la sombra de lo que fue. De hecho, he podido oír, como ya algunos, bastantes cortes de su música para la tan promocionada ‘Avatar’, y me ha parecido una simple reelaboración de su trabajo para ‘Titanic’. Lleva muchos años, como dicen por ahí, tirando de archivo, y su prestigio es casi nulo a día de hoy. Pero a finales de los ochenta y a principios de los noventa, era toda una estrella encubierta, con pequeñas joyas que dieron lugar a maravillas como esta o como ‘Braveheart’. Este admirador confeso de John Williams, que durante un tiempo quiso aspirar a su trono, posee un talento sinpar desaprovechado en decisiones comerciales que le han hecho millonario pero criticado por millones de fanáticos de la música para películas.
Todo lo que esta música tiene de elegante, de grandioso, de romántico, de epopeya, de generadora de espacios, de aventuras sin límites, la película no lo tiene. Y el hecho de que cuente con ella para arropar sus imágenes provoca la falsa sensación de que la puesta en escena de Zwick, su mirada, también lo tiene, lo que es sencillamente falso. La narración de Zwick carece de ritmo, de tono, de sentido netamente musical. Y esto sucede porque, a mi entender, es incapaz de comprender la tragedia interior de sus criaturas, sus grandezas y sus miserias, su humanidad más visceral, sus pasiones más irracionales. Por eso fracasa como director de melodrama. Lo que los grandes directores de melo tienen es precisamente eso, un sentido musical que trasciende con mucho la mecánica de la imagen para convertirla en música. Y ni siquiera le ayudan a Zwick las bellísimas localizaciones de Canadá en que fue filmada.
Se puede considerar, en cierto sentido, a John Toll como la personalidad artística más importante del rodaje de esta película. Considerándose a ‘Leyendas de pasión’, prácticamente, su debut como operador jefe de un largometraje de ficción, su trabajo no puede describirse con otro calificativo que no sea asombroso. No en vano se llevó el Oscar (y el premio del año de su gremio), por esta película y por la que hizo el año siguiente, ‘Braveheart’, convirtiéndose en el primer director de fotografía, desde el legendario Winton C. Hoch (habitual de John Ford) que lograba tal hazaña (aunque no fue premiado por su mejor trabajo). Pero de poco sirve un operador en estado de gracia cuando se tiene tan poca sangre como Zwick, que parece constreñir con su limitada y obtusa cámara las posiblidades de esta historia que se pretende desgarradora y se queda en plúmbea.
Cuando Brad Pitt no era actor
Por supuesto que los tropiezos están para aprender, y sólo el tesón y el trabajo duro (aunque sea en cosas como esta) hacen de un actor mediocre con talento, un actor de fuste con talento, como ahora lo es Brad Pitt. En 1994 llegaban a las pantallas dos trabajos suyos que hubieran sido mejores si él no hubiera estado presente en ellos, no me cabe duda: ‘Entrevista con el vampiro’ y ésta. Sobre la primera ya hablamos hace poco, pero Pitt repite idénticos esfuerzos, con presencia de ánimo admirable pero estéril. Su esfuerzo por demostrar cuánto tiene de actor en las venas es tan sobrehumano, que se ahoga en ellos. Es la estrella de la película porque en aquél momento era la estrella emergente con más clamor popular, y por su atractivo sexual. Pero no poseía la entidad suficiente para soportar un complejo melodrama como éste en sus espaldas. Su Tristán es una criatura supuestamente trágica, de hondas e indescifrables torturas anímicas. Una especie de salvaje encantador, vamos.
Pero a lo máximo que aspira Pitt en esta película es a divo divino, con su melena al viento y su fofo carácter. Cuando Paul Newman encarnaba en la magistral (esta sí) ‘Hombre’ a un blanco criado por los indígenas americanos, era también un icono sexual, pero ahí teníamos a un actor en plenitud. Aquí no, aunque finalmente ha llegado a serlo. Su Tristan carece de tensión, de coherencia y de complejidad, y termina uno harto de tanta ida y venida, de tanta sonrisita dolorida, de tanto vaivén sin sentido. A su lado, el siempre segundón Aidan Quinn le da una lección de humildad, de oficio y de buen hacer. A Quinn, que tampoco tiene mucho con lo que trabajar, te lo llegas a creer. A Pitt jamás, y su supuesto drama te da lo mismo. Aunque en general, esta historia de tres hermanos enamorados de la misma mujer, una sufriente y poco creíble también Julia Ormond, adolece de eso, de verosimilitud, y de hondura, de sencillez, de concisión, de vuelo trágico.
Los tres hermanos van a la guerra, en contra de los deseos de su padre (un flemático Anthony Hopkins, en plan secundario de lujo, que parece siempre en otra película, más aún al final, cuando de un ataque cerebral no puede ni hablar…), el menor, comprometido, muere en combate, y los dos hermanos supervivientes se enemistarán por el amor de ella. No hay en esta película ni una sola idea, ni una sola secuencia, ni un solo rasgo de estilo destacable. Todo está presidido por la rutina, lo acomodaticio. Y cuando quiere ser siniestra (Pitt cabalgando entre sus compañeros con las cabelleras de sus enemigos) da risa, cuando quiere ser trágica (Pitt furioso por la accidental muerte de su esposa india) da risa, cuando quiere ser romántica (Pitt viajando por los mares de vete a saber dónde con barba de tres meses pero melena lustrosa) da risa. Una pena.
Queda, para siempre, para los momentos en que la vida no tiene sentido (que son unos cuantos, y cada vez más) la extraordinaria música (sí, ya pueden darle al play) de Horner, o la bella fotografía de Toll como un ejemplo de lo que se puede hacer en cine con la luz. Del resto…ya hemos dado cuenta, ¿no?