Dan Mazer era conocido hasta ahora por haber sido productor de las películas protagonizadas por Sacha Baron Cohen, habiendo escrito también el guión de la mayor parte de ellas, films con humor muy grosero que hacen las delicias de un montón de gente. Con ‘Les doy un año’ (‘I Give it a Year’, 2013) debuta en la dirección de largometrajes, una película totalmente británica, algo que se nota sobremanera en su humor tipical british, y que en los libretos de los films de Cohen quedaba algo más empañado, debido quizá a que eran producciones estadounidenses.
El film —otro más de esos miles y miles que llegaron muy tarde a nuestras pantallas debido a la vertiginosa velocidad de nuestra distribución— supone una vuelta de tuerca al tan manido género de las comedias románticas, en el que actualmente parecen hacerse cosas mínimamente interesantes en el cine británico, películas con buen rollo que ayudan en cierto modo a consolidar esa falsa visión del amor que el cine ha promulgado una y otra vez. En la presente, Mazer lo ha hecho dando la vuelta a muchos de los elementos típicos del género ñoño por excelencia.
El film ya da comienzo con el típico flechazo entre dos personas —Rose Byrne y Rafe Spall, éste algo pesado—, ese que ocurre de forma maravillosa en una pantalla. Directo al grano. Unas cuantas elipsis rápidas para ver cierta evolución, siete meses más y zas, boda al canto. A partir de ahí el film continua desde la perspectiva de una consejera matrimonial —la cual proporciona algún que otro instante delirante— a la que han asistido porque se están dando cuenta de que no son lo que el otro pensaba. El feeling, lógicamente, se ha ido a tomar viento fresco, y el espectador es testigo, a modo de flashback, interrumpido varias veces, de lo que ha sido su relación, también de lo que acabará siendo.
Gloriosos secundarios
El texto de Mazer es desternillante en muchos de sus puntos, sobre todo cuando se trata de definir a los secundarios, verdaderas estrellas de la función, al menos los que más carcajadas me arrancaron. Stephen Marchant, habitual colaborador de Ricky Gervais, logra animar la función numerosas veces con sus salidas de tono en los momentos menos adecuados. Lo mismo ocurre con los padres de los personajes centrales, unos por silenciosos, expresándolo todo con sus reacciones faciales y los otros por todo lo contrario —atención al momento en el que la pareja les escucha practicar sexo una noche, impagable—.
Los roles de Anna Faris, alejada afortunadamente de sus tonterías para Scary Movie style, y Simon Baker, el mentalista televisivo, componen personajes con los que dar ese punto de originalidad a lo de siempre. Amor a cuatro bandas que pasará por chistes más o menos inspirados —Baker falla en todos sus intentos de hacer reír, y Faris protagoniza un momento trío bastante pobre en intenciones, por ejemplo—, y que se atreve a juguetear con los tópicos, por ejemplo plantear una pedida de divorcio como si fuese una pedida de mano, o ese final en el escenario de miles y miles de historia de amor, la estación de un tren, en la que Mazer realiza su instante más inspirado de puesta en escena, el efecto espejo del plano final, sin contar el horroroso travelling hacia atrás.
Una comedia cuyo principal objetivo es hacer reír, algo que consigue con creces —el momento de ver las fotos con los padres, otro instante antológico, muy típico del humor de su guionista/director—, y que también se permite el lujo de exponer alguna que otra pequeña reflexión sobre el mundo de la pareja. Si la principal demuestra que no deben estar juntos debido a sus diferencias, la formada por Minnie Driver —todas sus intervenciones son gloriosas— y Jason Flemyng determina una pequeña sorpresa en el relato, que las discusiones bestias no son más que una forma de avivar la llama pasional.
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