‘Mumford’ (ïd., Lawrence Kasdan, 1999) es el pequeño gran film en la filmografía de su director, aquel con el que, en cierto modo, vuelve a sus inicios, los que tan buenos resultados le habían proporcionado con películas como ‘Reencuentro’ (‘The Big Chill’, 1983), un film coral al que el presente recuerda sin disimulo alguno. Kasdan se encuentra muy cómodo filmando historias corales, llena de ánimo, buen humor, y en este caso, unas pizcas de drama. El film apenas fue visto. No es de extrañar, estamos en el fatídico año 1999.
El regreso de George Lucas a la saga galáctica, y la filosofía barata, disfrazada de acción aparentemente espectacular, de los hermanos Wachowski en su segundo film, no sólo acapararon las pantallas de cine a finales del siglo pasado, también cambiaron el curso del mismo, y con él las formas de consumo mainstream. Aquel año nació el cine McDonald`s, la filigrana de rápido consumo e inmediato olvido como futuro. Un film como ‘Mumford estaba destinado a fracasar dentro de una industria que empezaba a pillarle el gustillo al encefalograma plano.
Sin embargo, el paso del tiempo no ha hecho más que fortalecer un film sencillo, construido sobre la base de un guion —obra del propio director— brillante, y unas interpretaciones más que sentidas, naturales. Curiosamente, en una sociedad en la que muchos parece que intentan alcanzar la velocidad de la luz en sus quehaceres diarios, lo que propone ‘Mumford’ es casi obsceno para esas gentes, es casi una revolución, es algo que el ser humano parece haber olvidado: escuchar. Un verbo a día de hoy prostituido. Un verbo que en la película amplía su significado a algo más difícil aún, observar.
Qué dos verbos más difíciles de practicar. Y curiosamente, lo más llamativo de la función es que ambos están representados a través de la mentira, la que precisamente utiliza el séptimo arte desde sus inicios, personificada aquí en el personaje central, que se llama exactamente igual que en el pueblo en el que vive. Loren Dean, actor limitado, aquí muy convincente, por esa casi extraña naturalidad antes comentada, es un psicólogo que obtiene muy buenos resultados entre las gentes del lugar, simple y llanamente escuchando. Pero Mumford no es lo que dice ser, legalmente hablando. No tiene ningún título en psicología, en realidad es un estafador que aprendió a escuchar a la gente. Una mentira que será descubierta de la forma más irónica posible —sutil ironía, en modo crítico, de Kasdan hacia los shows televivisos—.
La emocionante mentira
Dicha habilidad la convierte en negocio, en forma de vida, cuando toca fondo en su anterior existencia. Este dato nos es proporcionado mediante un flashback, expresado por Kasdan con una cámara nerviosa, tambaleante, acorde con el modo de vida del personaje, mientras que el tiempo presente respira calma y tranquilidad, la que Mumford proporciona a sus pacientes de forma inusitada, casi extraña, pero efectiva. Kasdan nos habla de las segundas oportunidades que todo ser humano merece, al mismo tiempo que efectúa una muy sutil crítica a los avances tecnológicos que nos deshumanizan a pesar de las comodidades que nos proporcionan.
Esto último queda muy claro cuando el personaje de un muy entrañable Jason Lee —una especie de genio— muestra a Mumford en lo que ha estado trabajando los últimos años en casi total soledad: la creación de una mujer biónica. Un detalle de Sci-Fi que Kasdan —gran conocedor del género— introduce de forma natural y sin que chirríe lo más mínimo. Como tampoco lo hace el elemento catártico del relato, que no es otro que el amor, surgido de forma inesperada, pero terriblemente lógica y coherente, entre varios de los personajes. Un amor que les ayuda no sólo a no sentir la soledad, o incomprensión, que tanto les afecta, sino a aceptarse como son al lado de otra persona que les ve.
‘Mumford’ está llena de diálogos ingeniosos que huelen a verdad, recitados por un elenco de actores en estado de gracia, sin destacar ninguno por encima del resto, en perfecta armonía. Una película que se respira en cada fotograma, y en la que Kasdan se permite el lujo del formato scope, rindiendo no pocas veces un sentido homenaje al propio lenguaje del cine en sí —las fantasías sexuales de uno de sus pacientes, al que termina “curando” al entregarle un “arca perdida” llena de imágenes de su pasado—, al mismo tiempo que se respira cierto aire clásico, cercano tal vez a Capra. El hombre sencillo merece triunfar a pesar del sistema. Y despierta cierta atención —el final—.
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