¿Cómo analizar un largometraje de una sencillez abrumadora, pero cuyas cargas de profundidad son de tal calado que ofrecen una radiografía del estado anímico de un país, de un continente casi, sin el menor divismo ni deseo de epatar al espectador? La nueva realización del francés Olivier Assayas (París, 1955), uno de los directores esenciales del cine francés de ahora mismo, ofrece el que quizás es el más perspicaz y demoledor análisis de la herrumbre moral europea, de su sombrío futuro y su cobarde presente, disfrazado de tragedia familiar en la más noble estirpe de Chéjov.
Dice el cineasta: "Mi relación con la escritura en las películas es más bien literaria que escénica. Y desde esta perspectiva no tengo problemas con ser literario. Admiro mucho a Chéjov. Estoy tentado a decir: como todo el mundo. Cuando estábamos rodando, a veces les decía de broma a los actores que nuestra película era el eco distante de El jardín de los cerezos...". Y así es, realmente. Su película es una elegía al tiempo perdido, inspirado por el espíritu más proustiano, un poema al paso del tiempo, tramática, pero sobre todo formalmente. Viéndola uno es consciente de que somos prisioneros del tiempo.
Pero hay mucho más detrás de las imágenes, los diálogos, las secuencias y los personajes de 'Las horas del verano', uno de los filmes europeos más importantes estrenados en varios años. Pues su relato es la crónica de un país, Francia, que se hunde moralmente, y de un continente, Europa, que ha perdido sus señas de identidad y se adentra, titubeante, en el nuevo siglo sin la coherencia y la energía que ha desaprovechado durante el siglo XX. Su pasado, su herencia, sus valores, han desaparecido, y ahora les toca a los jóvenes recoger este funesto presente y contruir un futuro lleno de vida. Nada menos que esto se haya agazapado, sutil, pero contundente, bajo esta historia de tres hermanos que han de administrar la herencia de una madre mucho más visionaria y consciente de su tiempo que ellos.
¿Y cómo se acerca Assayas a ésta historia? Durante más de dos décadas este hombre de cine obsesionado con las relaciones familiares, con el tiempo, con la unidad del espacio y con una visión a la vez solemne a la vez prosaica del destino, ha intentado contar sus historias, que son la historia velada de Europa (como hace Tavernier, como hacía Kieslowski) de la forma más austera e inmediata imaginable. Con esta nueva película consigue la que quizás es su obra cumbre, la que resume todas sus obsesiones y reúne todas sus constantes, la que es más suya, más libre, de todas ellas.
Assayas, que se encarga en solitario de las labores de escritura del guión y de la elaboración de la puesta en escena, da una lección de cine sin apenas proponérselo. A estas alturas su dominio del uso de la cámara y de la dirección de actores es tal, que roza el exhibicionismo expresivo. Pocas veces en el cine europeo reciente hemos asistido a tal despliegue del conocimiento del resorte secreto que activa el ritmo interno de los rostros de los intérpretes, así como la relación de estos con la planificación. Porque la secuencia respira de un modo que no parece ficción representada, sino una verdad inmutable que se hace realidad ante nuestros ojos. ¿Cómo expresar sino la magistral secuencia inicial, que dura más de cuarto de hora, y que planta la semilla del futuro cisma, gélido y trepanador, entre los tres hijos en el cumpleaños de la madre anciana? ¿O la desgarradora secuencia de la decisión de vender la casa, la cual no es sino un personaje más, que concluye con ese plano insuperable del hijo ensimismado sentado en su cama?
El derroche de elegancia de 'Las horas del verano' acapara todos los detalles de la película, transformando cada momento, cada plano, en un goce para los sentidos, aunque sólo sea el largo momento del repaso a los objetos de arte de la casa. Sorprende además que resulte una película tan dinámica siendo una narración plagada de diálogos, con los personajes hablando sin parar, soltando lo que piensan, lo que sienten. Esta película tan francesa, tan orgullosa de ser europea, es una lección de cine, y una puerta abierta a la cinematografía futura de este continente hastiado y enfermo de arrogancia, incapaz de reinventarse pero buscando desesperado la forma de hacerlo.
Assayas filma como si respirara, y esto se extiende a sus intérpretes, pues todos, sin excepción (no sólo Juliette Binoche, sino Charles Berling, Jérémie Renier, Edith Socob...) no interpretan sino que viven la película, con una verdad y una presencia abrumadoras. Cree el director firmemente en su visión de un mundo que se acaba y otro nuevo que comienza, en una luz primordial que abraza los ecos del pasado pero que también alumbra los caminos del futuro, y en un presente en el que todavía puede quedarnos la dignidad.
Construida en torno a grandes secuencias-bloque, descaradamente teatrales en apariencia pero intensamente dinámicas, cinéticas, cinematográficas, con una historia apasionadamente literaria pero brutalmente audiovisual, 'Las horas del verano' es una imagen que mezcla el ayer y el mañana como un todo irreconciliable...