Por encima de cualquier otro elemento artístico, técnico, sonoro o visual, existe un componente de la narración cinematográfica que, de ser tratado con acierto, se eleva como la única forma de lograr que una película llegue completamente hasta el corazón del espectador y, de estar a la altura el resto de elementos que componen la obra, opte a robárselo por completo: la empatía con el personaje protagonista.
Ver en el protagónico de un filme un reflejo de nosotros mismos y percibir que compartimos o hemos compartido en algún momento de nuestra existencia inquietudes, conflictos o cualquier otro tipo de vínculo, se hace imprescindible para potenciar el impacto emocional del largometraje y, en consecuencia, para disfrutar con total plenitud de una proyección.
Es la conexión prácticamente instantánea con la encantadora Christine la que ha conseguido que este pequeño milagro titulado 'Lady Bird' se haya deslizado bajo mi piel con la intención de quedarse durante una larga temporada. Y es que el debut en solitario tras las cámaras de Greta Gerwig atesora un incontable número de virtudes coronadas por su capacidad para proyectar una deliciosa mirada nostálgica a la adolescencia articulada sin ningún tipo de artificio; tan sólo con calidez, mimo y una maravillosa sensibilidad.
Atender a la trayectoria tras las cámaras de Gerwig, indiscutible adalid femenina del mumblecore, deja patente que todo lo que brilla en su 'Lady Bird' no es más que la última expresión de su talento, que ya se dejó entrever en su primer escarceo con la dirección junto a Joe Swanberg en 'Nights and Weekends' y, sobre todo, en la estupenda 'Frances Ha', coescrita y protagonizada por ella; dos ejercicios edificados sobre el dominio de la palabra.
En 'Lady Bird', la cineasta de Sacramento nos abre su corazón, relatando a través del diálogo más natural y cercano sus experiencias personales en una suerte de semi-autobiografía ejecutada con una cautivadora y hermosa modestia, transportándonos a un ya lejano 2003 mientras nos empapa de una nostalgia orgánica y natural; de esas que no necesitan explotar diseños de producción ni bandas sonoras para generar añoranzas prefabricadas, tal como se estila hoy día.
En lugar de esto, la película invita al suspiro melancólico y la sonrisa cómplice mediante la más simple y llana cotidianidad, ofreciendo una sucesión de pasajes algo faltos de cohesión entre sí en los que Christine, interpretada por una Saoirse Ronan impecable, se enfrenta a los desafíos propios del salto de la adolescencia a la madurez, perfectamente reconocibles y con los que se hace imposible no identificarse.
Todos hemos estado ahí. Al igual que Lady Bird —así se hace llamar la protagonista—, todos hemos pasado por ese momento en el que intentamos encajar en un mundo que parece no tener un lugar para nosotros, hemos batallado con nuestras familias e intentado descubrir nuestra verdadera identidad. Es por esto que, aparentemente sin esfuerzo, la cinta se las apaña para abrazarte y sumergirte en su universo particular con un coming-of-age que parece no tratar sobre nada en particular pero que, a su vez, trata sobre todo.
Puede que la narrativa de 'Lady Bird' no sea la más precisa que pueda imaginarse —las 350 páginas de la primera versión del guión evidencian una dispersión palpable en su montaje final— y que el filme transmita la sensación de que estamos ante la enésima explotación de los mil y un clichés vistos con anterioridad en el cine adolescente.
Nada más lejos de la realidad, porque lo que convierte esta ópera prima en una experiencia única e irrepetible es que, lo que podrían catalogarse como tópicos, no son más que pequeños fragmentos de realidad extraídos directamente del alma de su realizadora. Una Greta Gerwig que, dejando que la conozcamos a través de un personaje ante el que es irremediable caer rendido, ha firmado una de las mejores películas del año.
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