¡Y lo bien que me hubiera sentado a mi una película que abordara con grandeza la crisis del periodismo! Habrá que esperar al venidero documental sobre el New York Times para encontrar un producto de rigor. En todo caso, esta película debería haber sido algo más interesante. La premisa es realmente interesante, con tres cadáveres inesperados que pueden estar relacionados y un congresista, con el firme objetivo de hundir a una siniestra compañía privada que estaría lucrándose a costa de las guerras recientes del gobierno estadounidense, esto es, las invasiones militares de Afganistán e Irak. Un par de periodistas, uno aficionado a la vieja escuela y a las fuentes y una joven blogger subcontratatada, deberán resolver el misterio.
La película está actuada con solvencia y después de todo no voy a quejarme de ninguna interpretación, ya sea el siempre histriónico y aquí perfecto Russell Crowe o la bienvenida delicadeza de Rachel McAdams, capaz de dotar de inteligencia y fragilidad a su joven e inexperta reportera. Por supuesto, los secundarios son de lujo (Helen Mirren, un sobrio Jeff Daniels, Robin Wright Penn) y Ben Affleck sorprende con un registro perfecto como el senador Stephen Collins, cuya lucha tal vez oculte algún que otro secreto.
Uno se pregunta qué anda mal en los grandes estudios, y estamos hablando de uno con gusto, cuando atiende a la vigorosa construcción de la serie original de la BBC, seis episodios en los que cada maquiavélico plan encuentra su espacio narrativo adecuado. La Focus Features, dirigida gustosamente por James Schamus, merece desde luego otro destino y también su director, autor de la estimable ‘El último rey de Escocia’ (The Last King of Scotland, 2006) que protagonizaron James McAvoy (uno de los protagonistas, por cierto, de la serie que inspiró esta película) y Forrest Whitaker y cuyas resonancias en los circuitos de premios le dieron visibilidad pero menor atención de la que merece.
El problema, ah, el eterno problema, está en el tercer acto. Desastrosa construcción de un momentum que nunca llega, con un trasfondo ideológico muy subversivo, en el que los congolomerados corporativos pueden decidir el destino por encima de los gobiernos y como esos intereses concluyen con un aislamiento político y una impotencia, para luego desvelar una maraña sentimental, mucho más nihilista si se quiere, en la que todo el mundo es corrupto y, por ende, se olvidan las implicaciones políticas de la trama, aquellas que conciernen a las consecuencias de una privatización de la seguridad nacional. Ya había disculpado el espectador más exigente las forzosas conexiones, pero estaba dispuesto a llegar al final con una interesante reflexión periodística y política sobre lo que no aparece en los medios y las razones por las que no lo hace.
Ni tan siquiera esos melancólicos títulos de crédito finales, describiendo el aspecto ya anacrónico de la imprenta de un periódico en sus últimas horas de vida. La pregunta que queda es si puede el cine hecho para las audiencias generales ser realmente subversivo o las correcciones de guión fuerzan a toda idea que contenga propuestas inquietantes termine de un modo más bien inofensivo. Tal vez sea exagerar un poco, pero esta película dice mucho sobre la situación estética, política y ética de cierto cine de masas.
Dirige McDonald, sin demasiado alardes más allá de una rutinaria aplicación del poderío de los Alan J. Pakula de los setenta, el guión, basado en la (superior) serie de la BBC, fue escrito por Billy Ray, Matthew Michael Carnahan, Tony Gilroy y Peter Morgan. Todos estos guionistas parecen capaces de escribir progresiones dramáticas con más sentido que la de esta película. En general, estoy de acuerdo con Alberto Abuín. Mis compañeros Juan Luis Caviaro y Beatriz Maldivia fueron más partidarios en su día.