Pedro Almodóvar ocupa un lugar realmente incómodo en el imaginario del cine español porque ha dejado de ser muchas veces lo que se esperara y porque nunca ha dejado de ser relevante, de un icono de la movida transformado en oscarizado director reconocido internacionalmente. Pero ocurre que Almodóvar es un asunto antes que una obra y ante este terreno tan pantanoso quedan pocas que decir: volver a la obra y dejar que allí el cineasta se exprese con mayor claridad. Polémicas recientes con funestos críticos de cine, de vocación antiteórica y antiintelectual, no han ayudado demasiado a la imagen del cineasta, siempre bajo sospecha.
Y lo cierto es que su trayectoria es cualquier cosa menos previsible, si hay algo que distinga a este cineasta de la gran mayoría de sus contemporáneos es que se trata de un hombre libre, capaz de producir todos y cada uno de sus proyectos con total ambición, pero, además, dotado de la verdadera libertad, más un espacio mental para seguir creando que una especie de condición mágica basada en reconocimiento crítico y grandes éxito de taquilla, aunque ambos no le han faltado en una trayectoria que no suele repetir la misma película. Y también debo decir que ‘Todo sobre mi madre’ (1998) supuso mi primera, temprana separación con un cineasta al que había admirado por sus iconoclastas películas de los ochenta. Aquél oscarizado melodrama supuso más que nada la confirmación de que estábamos ante un cineasta internacional, pero en el fondo algo decepcionante: su adaptación de los registros de Fassbender para todos los públicos tenían un interés más bien relativo.
¿Y qué pasó entonces? ‘Hable con ella’ (2002), una de las mejores películas españolas de la década pasada, una obra maestra compleja y llena de sutilezas cuyo alcance no ha sido valorado todavía, no tanto porque el cineasta goce de un desprestigio sino porque sus películas suelen admitir revisitaciones sin desvelar gran parte de sus misterios. Desde entonces ha sido Almodóvar un cineasta en constante de reinvención, capaz de reescribir su pasado más emblemático sin que parezca importarle ser más oscuro, formalmente más apabullante que nunca y arriesgándose a ser incomprendido, excepto con ‘Volver’, preciosa reescritura de cierto cine italiano nutrida del sensacionalismo televisivo de última hora y de fantasmas de su propia filmografía, como ése que encarna Carmen Maura.
En su última película, un misterioso cirujano (Antonio Banderas) mantiene encerrada en su habitación a una hermosa mujer (Elena Anaya) cuya piel perfecta y aspecto están sacados de su fallecida esposa. Con la complicidad de su ama de llaves (Marisa Paredes), la película explicará el laberinto en el que el cirujano, su mentalmente inestable hija (Blanca Suárez) y el hombre que casi la viola (Jan Cornet) están implicados. Uno se enfrenta a ‘La piel que habito’ en estado de absoluto desconcierto pues el momento más extravagante y camp, la visita de un tigre que resulta ser el hijo portugués del personaje que encarna Marisa Paredes, se torna en pesadillesco y bizarro momento de tragedia. Lo mismo ocurre con todos los personajes de Almodóvar: ninguno de ellos es simpático, ninguno de ellos es inocente, pero tampoco representan ideas maniqueas de pureza o pecado.
La película estimula ese laberinto de pasiones, por robar el título al manchego, en forma de rompecabezas narrativo, puntuado por los gloriosos interludios musicales de Concha Buika y su irresistible voz que abraza latin jazz y voz flamenco, con citas visuales a Powell y Hitchcock, con un tercer acto que generará división pero que puede entenderse como la mirada de Almodóvar sobre todos los géneros: el thriller y el relato gótico de científicos locos, teñidos para siempre por su sello insobornable, incluso puede esta película ser su versión oscura e imposible de ‘Átame’ (1990). Sus actuaciones, todas notables, van de lo sorprendente (un Banderas contenido e inexpresivo, pétreo) a lo directamente memorable (una Elena Anaya imposible de creer, dotando de matices a un personaje demasiado complicado).
Y el hecho de que encuentre un momento conmovedor tras un relato tan truculento y sangriento, lleno de giros y algún momento prescindible (la segunda visita de Eduard Fernández), desvela un talento fuera de lo común. Porque de lo que aquí se hable es de lo mismo que hablaba George Bataille en sus escritos sobre ‘Cumbres borrascosas’ en el estupendo La literatura y el mal: el amor (y el sexo) como abrazos constantes a la muerte, la renuncia a la individualidad para asumir nuestra condición limitada. Y todo ello con momentos visualmente apabullantes, desde ese suicidio al ritmo de canción de cuna portuguesa y visto a través del reflejo de la deformidad, hasta la mirada Anaya, cómplice con ele spectador, sobre lo que deseamos que, una vez vista la película, habla de un personaje cuya ruptura mental y tensión interna lo hacen vivir, literalmente, entre dos mundos.
Con reservas se muestra Beatriz Maldivia y Juan Luis Caviaro escribió a favor de la perversidad del cineasta.
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