Tras su paso por numerosos festivales, por fin se ha estrenado esta semana la película de Manuel Martín Cuenca 'La mitad de Óscar', que está interpretada por Verónica Echegui, Rodrigo Sáenz de Heredia, Denis Eyriey y Antonio de la Torre.
Óscar es un joven solitario que trabaja de vigilante de seguridad en una salina abandonada y habita en casa de sus padres, que ya no están. Su único familiar es su anciano abuelo, a quien visita en el hospital con frecuencia, y su único amigo es un ex-compañero, ya jubilado, que acude a la salina para almorzar con él. Cuando la situación del abuelo empeora, el hospital llama a la hermana de Óscar, con la que éste no se había hablado en años. Ella regresa desde Francia con un novio y otras buenas nuevas. Pero la relación entre los hermanos es tensa, ya que existe algo del pasado que les aleja.
Esta película se articula a base de lo que no está, de lo que no se dice. Los silencios cobran un importantísimo papel, ya que son los que provocan la curiosidad por saber cuál será el misterio que impide a los hermanos llevarse bien. No hay más que ver el tráiler para comprender el tempo narrativo que marca Cuenca para la película.
Silencios y subtexto
Más de una vez he criticado en los films la obviedad de la expresión de los sentimientos de los protagonistas o del conflicto que les asola. He insistido en que estos temas no deberían afrontarse abiertamente en los diálogos, sino dejar que se vean, que el espectador llegue a esa conclusión por sí mismo, o contarlos a través del subtexto, es decir, de lo que se dice entre líneas.
'La mitad de Óscar' presume de ser una película maestra en ese sentido, pues todo se lo calla. Sin embargo, no puedo conceder que sea un ejemplo de subtexto, ya que, cuando se emplea bien, este recurso logra que lo que no se está exponiendo, se sobreentienda. A través de las interpretaciones, del contexto y de la forma velada o metafórica en la que se dice, al espectador le queda claro lo que se está tratando.
Si los silencios y el subtexto fuesen tan elocuentes en 'La mitad de Óscar', entonces no sería necesaria la escena final, en la que todo se revela y en la que se plantean las cuestiones con claridad, sin andarse más por las ramas. No critico que la escena se incluya, pues tal como está la película, es lo mínimo para recompensar la paciencia de quien se haya quedado hasta ese momento. Sin embargo, habría resultado mucho más rico que se hubiese ido produciendo una progresión hacia el entendimiento del problema, que poco a poco, con sutileza, hubiesen ido saliendo trapos sucios con los que el espectador hubiese ido atando cabos para, finalmente, caer por sí mismo en esa conclusión, sin que hiciese falta el último diálogo.
La situación enrarecida, por sí sola, no tiene por qué dar la pista de que haya algo realmente enjundioso que desvelar. Los hermanos que se llevan mal o que, como máximo, fingen cordialidad, pero no tienen cercanía no son un suceso tan extraño. En numerosas familias existe esa distancia y no es necesario buscar motivos escabrosos, sino que cualquier roce o pelea de la infancia los puede haber llevado a esa situación.
Postergar lo inevitable
Ya que no se produce esa progresión, el tiempo que decide el autor postergar la revelación es arbitrario. Esa dilación no responde a ninguna necesidad narrativa ni a ningún motivo diegético. Bien, el hermano espera a que ella esté a punto de marcharse para suscitar la conversación. Pero sin la extensión de las escenas previas a ese momento o la inclusión de momentos cotidianos se podría haber llegado a ese día en pocos minutos. Martín Cuenca decide darle duración de largometraje, pero perfectamente podría haber obtenido los mismos efectos en una pieza menor. O, por esa regla de tres, la película podría haber durado cinco horas.
Se podría entender que el autor ha considerado que, cuanto más retrase la sorpresa, más efectividad tendrá. Pero ni siquiera este efecto está garantizado, ya que se corre el riesgo de lo contrario: de que se pierda el interés por completo. Esta caprichosa duración suena a experimento con el espectador para probar cuánto puede mantenerlo pendiente de una cuestión sin que desconecte. Es decir, que se puede salir del cine con la sensación de que han jugado contigo.
El humor
En una película dramática, pausada, silenciosa y contemplativa, el director introduce dos elementos humorísticos, quizá con la intención de crear un alivio o de romper en cierto modo la tensión y dureza. Se trata de ese compañero de Óscar, hombre que, con su habla natural almeriense, aporta un toque pintoresco, humano y realista y que es el único que despierta cierta simpatía.
El personaje del taxista encarnado por Antonio de la Torre va en la misma línea. En su única intervención, muy al final de la cinta, arranca las risas por su manera de contar sus intimidades y contrasta con el personaje del protagonista, taciturno y triste, que no quiere escuchar nada de lo que le espeta —poco tiene que ver con el humor, pero incluiré aquí que no encuentro verosímil la reacción de Óscar hacia este conductor—.
Conclusión
De Martín Cuenca me había encantado su documental 'El juego de Cuba', pero no así 'Malas temporadas', ya que en este film me irritó el tono de grandilocuencia y pretenciosidad que tenían sus diálogos y las interpretaciones de los personajes. Nada de eso se halla en 'La mitad de Óscar', que es una película sutil y comedida en la que no se aumenta la importancia con subrayados narrativos o de otro tipo. Por lo tanto, se visiona sin que chirríe y cause rechazo.
Sin embargo, se trata de una película demasiado vacía y pequeña para su extensión, que se lo juega todo a una carta final chocante y escandalosa, pero que, a cambio de ese efecto de sorpresa, mantiene en exceso en la ignorancia al espectador durante todo el resto del tiempo.
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