'La mejor oferta' ('La miggliore oferta', Giuseppe Tornatore', 2012) ha sido una de las películas de mayor éxito en Italia, su país de origen, en el cual las cintas de Tornatore —ese director que encandiló a media cinefilia mundial con 'Cinema Paradiso' ('Nuevo cinema paradiso', 1989)— acostumbran a tener óptimos resultados en taquilla. Este drama romántico con tintes de thriller está resultado uno de los sleepers del año en nuestro país, todo lo contrario a lo sucedido con el anterior film del director, que siendo también un éxito en Italia pasó sin pena ni gloria por nuestras pantallas. Resulta cuanto menos extraño teniendo en cuenta lo que han tardado en estrenar el film por estos lares, pero también una muy agradable sorpresa. Y que dure.
Las claves del éxito en nuestras salas se debe probablemente a ese común denominador que tienen las grandes historias: el amor, ese que une a todo el mundo y todos queremos. Un amor, o habría que decir obsesión amorosa —algo que quiero pensar todos hemos sentido alguna vez, al menos los que llevamos poco menos de medio siglo por la vida— servido además en un marco de thriller de suspense, sólo unas gotas, las justas y necesarias para despertar el interés. Tornatore, como buen conocedor del medio, sabe de sobra cómo hacer saltar los resortes emocionales del espectador, a quien por supuesto no trata como a un memo, y este agradecido —estamos ante un film adulto, serio— se entrega sin resistirse a un relato en el que el propio Tornatore juega con el público de forma muy cómplice.
(From here to the end, Spoilers) Un inmenso Geoffrey Rush da vida a Virgil Oldman —¿os habéis dado cuenta de la ironía del nombre?— un hombre meticuloso que se dedica al mundo de las subastas. Toda una eminencia en dicho campo que con el paso de los años le ha servido para hacerse con una muy valiosa colección de cuadros adquiridos en dichas subastas en complicidad con un amigo de toda la vida —personaje a cargo de un Donald Sutherland que no tiene que demostrar nada a estas alturas, y que en cierto momento protagoniza junto a Rush la mejor conversación del film, una sobre el hecho de que cualquier cosa puede simularse—. Oldman es un hombre reservado, casi antisocial, muy maniático y con una vida demasiado ordenada, una vida que se tambaleará cuando recibe un curioso encargo, tasar las antigüedades de una mansión en la que vive una misteriosa mujer joven que permanece oculta por culpa de una extraña enfermedad.
No deja de resultar curioso, al menos yo así lo veo, que en una época de remakes, copias del remake, reboots, secuelas, precuelas, secuelas de las precuelas y spin off de los reboots, y en un momento del séptimo arte en el que las influencias estás más presentes que nunca —recordemos que no hay obra de arte que nazca de la nada—, Tornatore haya demostrado mucho más que inteligencia y se haya atrevido precisamente sobre el arte de copiar, yendo mucho más allá de lo que sería una mera falsificación de un cuadro por ejemplo. Si entre muchos de los personajes existe esa complicidad que citaba antes, Tornatore expone delante de nuestros ojos un sincero juego cinematográfico con el que nos guiña el ojo. Sin querer alcanzar la perfección ni tampoco la intención de querer hacer una obra maestra, la forma de narrar su historia está en clara consonancia con lo que cuenta.
El caso que sufre Virgil Oldman puede verse venir antes de que todo se desvele, pero lejos de ver esto como un defecto me aventuro a interpretarlo como una alegoría de lo que el mismo Virgil cita en cierto momento. Toda falsificación termina por descubrirse, normalmente es un pequeño trazo que termina por descubrir, delatar, la verdadera sensibilidad del artista/copiador. No es que Tornatore se haya despistado, es que ha sido lo suficientemente inteligente como para ir dejando alguna que otra pista a lo largo de la narración, siendo la conversación con Sutherland antes comentada la más importante de todas, y la prueba está en que a pesar de poder adelantarnos a la conclusión, esta consigue igualmente el impacto deseado en esa gloriosa secuencia en la que Virgil, tras ir cambiando a mejor simplemente por estar enamorado, descubre su lugar favorito completamente vacío. Esa bofetada de realidad que se encuentra detrás de todo amor idealizado. Y partiendo de una de las premisas más inteligentes jamás expuestas: suponer que el amor es una obra maestra.
Geoffrey Rush es la estrella abosluta de la función, rodeado, cómo no, de un plantel de actores en el que sorprende un Jim Sturgess entregado, y evidentemente la belleza de Sylvia Hoeks. El juego de Tornatore va más allá, y se introduce en la desbordante obsesión que un hombre puede sentir por una mujer, obsesión que por lógica terminará con él, o le tendrá pendiente el resto de su vida. En dicho planteamiento podemos encontrar la sombra de Hitchcock, y no precisamente en el suspense sino en la relación entre personajes, algunos ecos de Fritz Lang o Josef von Sternberg, y un feroz retrato, nunca mejor dicho, de un hombre que sucumbe al amor más terrible de todos, el que se crea en la propia cabeza y que no se responde con la realidad. El amor verdadero y ansiado copiado en una mentira manipuladora que deja destellos de que tal vez pudo ser. El amante de lo auténtico condicionado y vencido por una imitación, la más difícil de todas.
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