Que el cine fantástico es una de las formas de representación más difíciles de dominar para cualquier artista es algo patente en el hecho, incuestionable, de las pocas obras (cinematográficas o literarias) abiertamente fantásticas (como ésta) que consiguen alcanzar una altura estética y, más aún, que sobreviven al paso del tiempo, pero estamos saturados de muchísimas historias fantásticas que no tienen pinta de perdurar. Doy por hecho que el lector de éstas líneas sabe diferenciar entre ficción científica y fantasía, y que aprecia ambas formas, aunque son radicalmente opuestas.
Una de las características más importantes de la fantasía es la necesidad de que el autor haga sentir al espectador que por muy fantasiosos que sean los elementos de su historia, puede creer ciegamente en ellos. De hecho, es un acto de fé. Quizá por eso sólo los más grandes artistas han sabido domeñar la fantasía y hacerla suya. Pero es que, ¿hay un acto de fe más grande que modelar una obra de arte? Pues bien, uno de esos grandes artistas es el norteamericano, de origen hindú, M. Night Shyamalan. Aquí alcanza el techo de los maestros con la que de lejos es su obra mejor formalizada, la más hermosa, libre, compleja película que ha escrito y dirigido.
Shyamalan, tras dirigir dos películas muy menores, se convirtió en una celebridad planetaria gracias a la sorprendente ‘The Sixth Sense’, un raro ejercicio de cine fantástico, que dibujaba los primeros trazos de una personalidad inclinada a hacer creíble lo increíble, a aproximar a la sensibilidad occidental experiencias que no aceptamos como verosímiles, pero que su inmenso talento hacía verosímil gracias a una fe más allá de lo concebible. Cine fantástico que se antojaba como algo real. Y que se vio ampliado y confirmado por la magistral ‘Unbreakable’ (que en España tuvo el título absurdo de ‘El protegido’), una realización que afina incluso mejor que la anterior la sensibilidad y el coraje ilimitado de su máximo responsable. Después de la magnífica, intensa e incomprendida ‘Signs’ y de la lírica ‘The Village’, Shyamalan estaba preparado para dar lo mejor de sí mismo, y así fue.
Si la obra más verdadera, más importante, de un artista, nace de lo más profundo de su ser, según yo creo sinceramente, no hay duda de que ‘La joven del agua’ surge de los sentimientos más terribles, y al mismo tiempo más hermosos, del alma de Shyamalan, que aquí se entrega en sacrificio, como director de éxito, para ser aniquilado por aquellos incapaces de apreciar lo que tiene esta película de bello y de inimitable. Que nadie se lleve a engaño, cuando Shyamalan elaboraba, siquiera interiormente, esta historia, sabía perfectamente lo que le esperaba si podía mantenerse fiel a sí mismo con todas las consecuencias. Pero así tiene que ser: con el atrofiado gusto de la gran masa de espectadores de cine, es hasta deseable que ésta película conociera un rechazo tan masivo, una tal perplejidad.
El caso de Shyamalan es realmente único en la industria de su país por varias razones. Quizás la más importante de todas ellas es que, dado el éxito mundial de algunos (pocos) de sus filmes, el resto, los más arriesgados, los más bellos, reciben una atención enorme, y disfrutan de una campaña de promoción en principio sólo destinada a blockbusters casi seguros. También Shyamalan tiene talento para diseñar sus campañas de presentación, y aunque luego sus proyectos a menudo no dan el dinero que sus productores desearían, es uno de los pocos artistas personalísimos del cine que, al menos de momento, consigue repercusión mediática a nivel global. Lo cierto es que esa posición privilegiada en la industria (que con los últimos batacazos se tambalea, pero que todavía posee) se la ganado él a pulso, es un derecho conquistado, y no regalado por nadie. Pero hay una gran verdad: muchos no saben reconocer los méritos y sólo les interesa ir a la yugular.
La construcción de un universo real
Sería curioso elaborar una lista con los relatos sobre sirenas y otras criaturas marinas que ha dado el cine. En ese sentido, algo muy interesante en ‘Lady in the Water’ es que para elaborar ese necesario misticismo, Shyamalan se sirve de herramientas y medios muy austeros, dando por hecho que con pocos datos y algunos esbozos, el espectador puede aportar toda la información, o simplemente imaginarla, que él sólo da en off, por decirlo de alguna manera. Su procedimiento es el siguiente: creando una atmósfera de gran densidad, en la que priman los ecos sonoros y las brumas de ese extraño complejo de apartamentos, nombrando de pasada algunas viejas leyendas orientales, y gracias a un prólogo animado de sorprendente concisión y lirismo, el director nos sitúa completamente en el tono místico en que instala a sus personajes.
No se me viene a la cabeza ningún director de fantasía más contenido que Shyamalan. En el viaje subacuático del apocado Cleveland (sensacional Paul Giamatti), que aporta un poco más de imaginería plástica a ese mundo secreto de las ninfas marinas, la mayoría de los directores, encantados consigo mismos, habrían dado el “do de pecho” con una puesta en escena más espectacular, más vistosa. Shyamalan, por el contrario, resuelve la secuencia con muy pocos planos y, al igual que en toda la película, con un estilo despojado, directo, ajeno a todo divismo. Hay algo intensamente suicida y sorprendente en este relato: una película que se zambulle sin complejos en un tono abiertamente fantástico, una película de autor que huye de toda veleidad personal. Creo que la verdadera fuerza, en última instancia, de esta hermosa película, reside en la profunda conmoción que provoca, debido a la convicción y el amor que Shyamalan pone en ella.
Las primeras secuencias de esta película están narradas con un único plano, máxime dos. Pero la mayoría con un sólo plano, dentro del cual pueden convivir hasta nueve personajes, o que puede empezar con un suave travelling lateral, o que encuentra obstáculos desenfocados que impiden la correcta visión del personaje a foco. La pericia de Shyamalan con la cámara es ya la de un consumado artista, hasta tal punto que se puede afirmar sin exagerar que “escribe con la cámara”. Para ello encuentra una completa sintonía con otro gran artista, el insigne operador Christopher Doyle. Juntos crean una fotografía que otorga a la imagen un tono poco constrastado, así como colores apagados, que le dan ese aspecto tan brumoso. Los colores azules y verdes, algo difuminados, son los que crean ese ambiente onírico.
Nada sobra y nada falta en la construcción de universo que, a poco que uno se deje arrastrar por él, es más verdadero que la misma vida. Con la fotografía de Doyle y la música de James Newton Howard como pilares maestros, Shyamalan da una lección artística a otros directores (como Peter Jackson, los hermanos Wachowski y otros astutos realizadores de éxito), que no confían plenamente en la inteligencia del espectador y que trazan los contornos de sus vistosos universos (en realidad cómics baratos financiados con muchísimos dólares y poco ingenio) con trazo grueso, por acumulación, en lugar de por sugestión, dominando los resortes del misterio y suscitando la imaginación del espectador, en lugar de seducirle gracias a un mamotreto de imágenes prefabricadas.
Este camino, que Shyamalan ha convertido en una investigación particular de la puesta en escena y la estructuración de relatos, promete mucho más. Significa ir de la mano y proponer al espectador ser co-autor de las imágenes, no sólo en su sentido visual, sino sobre todo en lo que significan como idea emocional. En caso contrario se le ofrece al espectador una idea preconcebida, un espectáculo que impone las propias ideas, y que provoca su indolencia y su bienestar. Sin duda habrá muchos que prefieran esta segunda opción, pero qué duda cabe que el escaso grupo que forman los primeros son los espectadores más valiosos (los más inteligentes y exigentes) con quienes puede dialogar estéticamente un artista.
En ‘Lady in the Water’ la galería de personajes representa una abstracción. Shyamalan renuncia a ofrecer un perfil psicológico extenso de ellos. Sirven, tal como dice el crítico de sombrío destino, como herramientas para contar la historia. Sin embargo, de alguna forma misteriosa, emana de ellos una trágica humanidad, una apariencia frágil y real. Incluso la propia Story (tiene agallas Shyamalan para ponerle ese nombre a su sirena…) es en sí misma una abstracción. Su relación con Cleveland significa una redención por ambas partes, pero también la vuelta a un arquetipo de amistad y pérdida. Y todo se ensambla gracias a la inspiración musical de Newton Howard, que firma la que quizá es su obra magna. En su partitura, repleta de ese sentido de lo maravilloso tan necesario en esta historia, hay espacio para la tensión, lo bufonesco, lo místico. Pero sobre todo está dedicada a conmovernos hasta lo más profundo. A hacernos creer, a tener esperanza.
Desequilibrada, desigual, desacomplejada, desesperada, desafiante, puede que ‘Lady in the Water’ sólo encuentre espacio para los paladares más exigentes. O puede, empiezo a pensarlo, que necesitemos desprejuiciarnos para disfrutar toda la verdad que late en ella. Para muchos lo más importante es el reconocimiento inmediato, el éxito inmediato. Para otros el premio es simplemente poder hacer películas como esta, aunque sólo sea una. Ese es el éxito.
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