‘La invitación’ (‘The Invitation’, 2015) es el cuarto film firmado por Karyn Kusama, tras los descalabros en Hollywood que formaron ese bodrio titulado ‘Aeon Flux’ (íd., 2005) y la algo más interesante ‘Jennifer’s Body' (íd., 2009), en las que probablemente no ha tenido la misma libertad que en el film que nos ocupa. En el mismo Kusama vuelve, en cierta media, a sus inicios en el indie con ‘Girlfight’ (íd., 2000), subvirtiendo todos los elementos de ese tipo de cine, yendo mucho más allá.
Una película que, al margen de sus giros argumentales —sólo sirven para juzgar el film desde una perspectiva únicamente literaria—, pone sobre la mesa multitud de temas de importancia vital, y realiza una muy sutil y elegante transfiguración de géneros, jugando con la inteligencia del espectador como pocas veces se había visto en el cine reciente. Todo un prodigio que no sólo fascina en su primer e impactante visionado, sino que encuentra su sentido en visionados posteriores, rozando la ansiada perfección que no es otra cosa que la atemporalidad.
Graduación narrativa
(From here to the end, Spoilers) Antes de los títulos de crédito iniciales una pareja se dirige en coche hacia un lugar que conoceremos poco después. El primer plano que vemos es una alterada visión del entorno, tambaleante punto de vista del protagonista —Logan Marshall-Green, el clon de Tom Hardy, en puro estado de gracia— cuya inestabilidad emocional nos hace dudar de lo que pasa —realmente habría que decir lo que percibe— durante un buen tramo.
En dicha secuencia, en la que deben acabar con la vida de un coyote al que han atropellado, se plantea un dilema de índole moral que no deja indiferente a nadie, o no debería. La decisión de hacer o no hacer algo de vital importancia, en este caso el sacrificio, por misericordia, de un animal que está sufriendo, va tornando, como el propio género del film. Un desarrollo que camina de la piedad al asesinato y la supervivencia.
Kusama realiza una graduación de absolutamente todos los elementos, tanto argumentales como formales, gracias al mecanismo de reloj suizo que contiene el guion, obra de Phil Hay y Matt Manfredi —ambos con un currículum que no hacía sospechar lo ingenioso del presente libreto—, y a una portentosa puesta en escena que mantiene siempre el punto de vista de Will (Marshall-Green), cambiando por completo a partir del instante que en la descriptiva banda sonora lleva el título de ‘Rupture’, momento catártico donde los haya, en cierto modo previsible, pero terroríficamente real.
Nada es lo que parece
Una pareja ha sido invitada a una cena en una casa en la que hace tiempo ocurrió algo grave —la muerte de un niño descompuso por completo la vida de un joven matrimonio—. Lo que en principio parece una película más sobre el retrato de la sociedad actual, va tornando paulatinamente hacia un enfrentamiento de formas de pensar, en el que se plantean cuestiones de todo tipo, pero sobre todo la forma que cada uno tiene de superar traumas pasados y vivir con ello.
Hay en dicho enfrentamiento una fascinante mala leche, al sugerir un paralelismo entre la sociedad alta de hoy día y su buen rollo tan cargante —y falso— y el mundo de las sectas. Un paralelismo tan inspirado como peligroso y que alcanza cuestiones de índole religiosa, uno de los grandes cánceres de la humanidad, sobre el que Kusama camina con toda seguridad de su mensaje. Viene a mí, además, el recuerdo de una película que hace un estupendo programa doble con la presente, ‘The Sacrament’ (íd., Ti West, 2013).
La incomodidad se apodera del espectador en los dos primeros tercios. Kusama, que jamás pierde de vista a Will y sus percepciones, se preocupa de que estemos siempre alerta, tal y como lo hace Will, y dudemos de lo que vemos. Desenfoques en los flashbacks, encuadres arriesgados, fuera de campo, y elipsis de lo más sutil muestran la inestabilidad de Will, quien tal vez sólo malinterpreta la excesiva amabilidad de sus anfitriones. Pero Kusama se reserva varios ases en la manga a nivel formal.
Más allá de lo sugerido
Tras un tramo en el que nada es lo que parece, en el que la incomodidad es el sofá del público, el suspense se cuela por las rendijas de una puesta en escena que magnifica el encuadre, los movimientos de cámara apenas son perceptibles, y el montaje muestra las “ocultas” señales, Kusama convierte en aterradora certeza nuestros peores miedos. La cámara se estabiliza, y la locura mental da paso a la locura real. ‘La invitación’ se convierte entonces en un drama de terror bajo los resortes del thriller.
“Empeñarse en vivir o empeñarse en morir, es la pura verdad” rezaba esa gran película de Frank Darabont, ‘Cadena perpetua’ (‘The Shawshank Redemption’, 1994), cuyo recuerdo también sobrevuela por el film de Kusama. El tramo final de ‘La invitación’ es un magistral ejemplo de ello. Una locura real —apoyada en el terrorífico personaje de un inmenso John Carroll Lynch, que atemoriza con su sola presencia— que debe combatirse con toda la fuerza. Hacer lo que sea necesario, como dice Will, “son sólo personas”.
Y tras la violencia final, en la que Kusama se atreve a hacer atractiva la muerte, en la que le da la vuelta a la situación con la que comienza la película —convirtiendo un grito humano en animal, más transformación—, en la que discursos y excusas mutan al terror del silencio, ‘La invitación’ ofrece un giro final que expande hacia límites insospechados absolutamente todo lo expuesto. Un plano final que arremete sin piedad contra uno de los actuales peligros de nuestra sociedad, y que convierte al film en una magistral advertencia.
Otras críticas en Blogdecine:
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- 'La invitación', tensión a fuego lento (por Mikel Zorrilla)
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