‘La invención de Hugo’ (‘Hugo’, 2011), de Martin Scorsese, nos habla de la infancia de Hugo Cabret (Asa Butterfield), quien ha perdido a su padre y vive oculto entre los mecanismos de los relojes de la estación de tren de Montparnasse, en París. Con la intención de poner en funcionamiento a un autómata que su padre trató de arreglar, roba piezas del puesto de juguetes de Papa Georges (Ben Kingsley). La ahijada de este señor (Chloë Grace Moretz) se convertirá en cómplice del niño y juntos descubrirán los secretos que oculta el anciano juguetero.
Un plano aéreo sobrevuela el París de los años treinta y se cuela sobre los andenes de la estación, pasando a toda velocidad entre vagones, junto a pasajeros y acompañantes, para adentrase en el recibidor principal. El volumen del 3D nos sumerge tan de cerca, que tenemos la sensación de haber disminuido de tamaño y de encontrarnos dentro de la maqueta más sofisticada del coleccionismo ferroviario. La magia está servida, gracias a prodigiosas imágenes y una magnífica recreación de época. La posibilidad de soñar se mantiene cuando entran en cancha los elementos del steampunk y los engranajes de maquinarias e inventos se transforman en parques infantiles de juegos creativos e interminables.
La imaginación es la protagonista y a su servicio se ponen las novelas de aventuras, los riesgos reales, los números de circo y el mayor espectáculo que surgió de las ferias ambulantes: el cine. Con todos estos componentes prodigiosos, ‘La invención de Hugo’ nos regala instantes emocionantes, como aquel en el que se pone por primera vez en marcha el autómata que dibuja. Cualquier incorporación que tiene que ver con el arte en movimiento, ya sean cachivaches que encuentran los niños en sus travesuras, proyecciones de auténticos films o flashbacks que recrean los primitivos rodajes, suponen un gozo innegable para cualquier amante del cine y creo que en general cualquier persona con una debilidad hacia las cosas bonitas.
Es una pena que para trasladar este sincero y cuidado homenaje al cine y a la vivencia de la ilusión, los sueños y la fantasía, Scorsese no haya contado con una historia más armada e intensa. Como decía, el arranque es espectacular y el final resultará sin duda emotivo. El deleite de los primeros minutos se disuelve al poco –como suele ocurrir con el 3D, cuando nos acostumbramos a las gafas y a la profundidad de la visión– y, cuando tendríamos que adentrarnos en una historia e interesarnos por los personajes para continuar tan subyugados, el film no sabe dar ese paso y, superado el impacto, llega el tedio. Forman el corazón de la propuesta un niño demasiado quejoso para la época en la que vivió, una compañera de juegos que apenas aporta a la historia, por mucha personalidad que tenga la actriz; personajes episódicos –el de Judd Law y el de Christopher Lee–, cuyas intervenciones son prescindibles y una intriga que se sostiene gracias a una ocultación ramplona. Las tramas secundarias, como la de Sacha Baron Cohen –cuya actuación se pasa de bufa– y Emily Mortimer, o las pinceladas de personajes extra, como son Richard Griffiths y Frances de la Tour, están muy poco integradas y apenas cuentan con interés.
Durante un breve flashback explicativo, atisbamos el nacimiento del cine como fantasía y las ingeniosas estratagemas de Méliès para llevar a cabo sus fascinantes ficciones. Por mi parte, habría preferido que esto, que se cuenta casi de pasada, hubiese cobrado la importancia mayor y hubiese, así, ocupado la gran mayoría del metraje. La historia del niño se habría quedado como punto de partida desde el que arrancar estos recuerdos, pero con una presencia mucho menor. El protagonismo, entonces, sería del pionero de los efectos especiales, contando con profundidad la historia de su lucha por un sueño que se nos resume, dejándonos con la miel en los labios.
En inglés existe una expresión perfecta para definir lo que ocurre aquí, que es la de “interés prestado”. Lo que quiere decir, en este caso, es que lo que nos gusta de ‘La invención de Hugo’ no es lo que aporta ‘La invención de Hugo’, sino lo que nos proviene de las películas de Méliès, de aquellos primeros cortos de los Hermanos Lumière, así como de los grandes clásicos del mudo, como las peripecias de Harold Lloyd que los protagonistas disfrutan. El hecho de que estos fragmentos incrustados tengan tanta presencia, es decir, se dejen tan largos y no como mera demostración de lo que están viendo, es prueba de que van a suponer un disfrute mayor para el espectador de hoy que la contemplación de la película de nuestro siglo. Que se incluya este recuerdo para los nostálgicos, muy básico por otra parte, y para reivindicar ante quienes menos lo conozcan lo maravilloso que era aquel cine está muy bien. Que todo el interés de tu cinta resida ahí, es otra cosa. La cinefilia de Scorsese, que sus admiradores conocen, aporta asimismo una falsa dimensión de importancia al conjunto, ya que es algo externo al film que nos ocupa. Por otra parte, esta dio mejor resultado en el anuncio de cava en el que recreaba una supuesta escena de Hitchcock.
En definitiva, los accesorios de ‘La invención de Hugo’, como son los films de los pioneros del cine, la belleza del París de la época, la reivindicación del séptimo arte como un invento creado para soñar, etc… resultan deliciosos. Es probable que tal capa de maravillas complementarias haya cegado a Martin Scorsese para no percibir que estaba sosteniendo estos homenajes, referentes y trucos de magia sobre un guion –la adaptación de John Logan de la novela de Brian Selznick– que se demuestra un flojo soporte para tanto agregado. Quizá debería dejarme llevar por todo ello y obviar que el guion se compone de personajes muy poco definidos con los que la empatía se nos torna ardua, un argumento sin progresión, un misterio de resolución evidente y unas subtramas casi inexistentes. Sin embargo, siempre preferiré una historia bien contada, por pequeña que sea, con personajes que me atrapen, a algo grandioso, lleno de virtuosismo técnico o de referentes y sentidos homenajes, cuyo fondo me deje indiferente.
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