El cine francés arrastra, desde los movimientos a los que dio origen en los años ’60 y ’70, la fama de una cinematografía comprometida, de arte y ensayo y, para el público muy generalizado, aburrida o difícil. Sin embargo, aunque siguen haciendo alguna película de autor con calado social, lo que nos llega en esta época del país vecino son en su mayoría comedias de aire optimista y casi complaciente o cintas de propósito comercial claro que apelan, sin ningún disimulo, a la emoción del espectador antes que a su sesera. En Francia ya se han dado cuenta de ello y sus estrenos son absolutos éxitos de taquilla, por encima en ocasiones de lo que les llega del otro lado del charco. En el resto de Europa o quizá solo aquí en España, aún parece que no nos desprendemos de esa imagen del cine francés como algo que causa rechazo previo. La fama de cine sesudo puede perjudicar quizá al triunfo económico de sus cintas fuera de sus fronteras, pero también beneficia a su cinematografía al darle a todo lo que producen un barniz de cine bien hecho que no le presupondríamos a películas españolas o de otros países europeos de similar tono cómico.
Estas presuposiciones pueden ser acertadas, ya que los franceses han sabido encontrar una serie no muy numerosas de fórmulas, que siguen al pie de la letra una y otra vez y que siempre parecen funcionar. En estas propuestas se aprecia una profesionalidad, se ve que las películas se han producido bien y de manera seria, y que todo lo escogido tiene razones de estar ahí. Pero al mismo tiempo se ve también la mano personal de los autores que aportan cierta magia que hace que sus obras no parezcan productos prefabricados destinados al estreno televisivo. Para llevarlas a cabo siempre cuentan con estupendos profesionales, ya sean actores a los que se sabe lo que se les puede pedir –Gérard Jugnot sería el claro exponente de ese papel dentro del film del que trato–, ya sean técnicos y artistas.
Entre estas fórmulas de comedia amable, encontramos la del encuentro de amigos o conocidos de edad madura en la que predominan los diálogos y el humor agudo que saca a la luz cuestiones sociales y psicológicas. Algunas de estas propuestas, siempre corales y siempre pobladas de actores de renombre, están basadas en obras de teatro y otras pueden tener la misma apariencia teatral sin provenir de ahí. Encontramos, por otro lado, la clásica comedia romántica en la que se exacerban los sentimientos tratando de evitar caer en la ñoñería. Están las películas de seres extraños o monstruitos de feria que despiertan la total comprensión e identificación del espectador…
‘La guerra de los botones’
Y –no para concluir porque seguro que hay más, pero como fin de esta improvisada lista que no pretende ser exhaustiva– las de niños algo gamberretes, pero de buen corazón, donde entraría la que nos ocupa: ‘La guerra de los botones’. Con títulos como ‘Los niños del coro’ o ‘M. Batignole’ se ha demostrado el tirón de estas propuestas y por ello, Christophe Barratier, que ya tiene experiencia en seguir estas fórmulas con ‘Los chicos del coro’ (2004) y ‘París, París’ (2008), no ha dejado pasar la oportunidad de retomar un clásico para encandilar con igual efectividad a sus espectadores. El título original es ‘La nouvelle guerre des boutons’ (2011) no solo para reconocer que se trata de un remake de la película de 1962 –los créditos confiesan que no es una nueva adaptación de la novela de Louis Pergaud, sino que parte del guion de la de Yves Robert–, sino también para distinguirse de otra ‘La guerre des boutons’ (2011), de Yann Samuell, que también se ha producido y estrenado este año en Francia. Existe, asimismo, una coproducción con Reino Unido de 1994 titulada ‘War of the Buttons’.
‘La guerra de los botones’ transcurre durante la II Guerra Mundial en la Francia ocupada por los alemanes y tiene como protagonistas a dos pandillas de chavalines. No han sido pocas las veces en las que las consabidas películas españolas sobre la Guerra Civil o su posguerra han tomado el punto de vista de niños para narrarnos sus horrores. Con la diferencia de que aquí el tono casi siempre ha sido dramático con una gran carga de intensidad para demostrar, no solo cuán tremenda fue la situación, sino también el mensaje ideológico de quienes realizan la cinta. Nos quejamos habitualmente de que siempre se tocan estos temas, pero quizá sería más sabio reivindicar, en lugar de un cambio de ese escenario histórico, un cambio en el tono. Esta película francesa nos demuestra que tratar una coyuntura semejante con un tono ligero y entrañable no supone una atenuación de la capacidad comunicativa de la película. Por ende, no me importaría ver de nuevo una película sobre niños en los años treinta y cuarenta españoles si la pudiese ver con estos sentimientos que la cinta que nos ocupa ha hecho que broten en mí.
De todas las virtudes de ‘La guerra de los botones’, que he mencionado antes, aunque no hablase de ella en particular, sino de propuestas similares en general –la profesionalidad, los actores perfectos para cada papel, el toque diferenciador…– lo que más admiración me causa supongo que viene de la novela, que no he leído. Me refiero a que se entra en la ficción con cuestiones meramente infantiles y ligeras haciendo creer que se va a ver una obra dirigida a niños y niñas con la que estos podrán pasar un buen rato identificándose con esos catárticos juegos al aire libre que hoy en día cada vez son más difíciles de llevar a cabo. Y más adelante, sin que la narración sufra ningún cambio de tono y sin que parezca que la estructura se resiente al haber introducido los hechos importantes con el metraje avanzado, la película va adentrándose en cuestiones más adultas y graves y termina por convertirse en una traslación del conflicto bélico a un juego de niños. Así, cuando se empiezan a ver las verdaderas fealdades de la guerra y el racismo imperante entonces, ya se está dentro de la película arrastrado por entrañables personajes adultos y menores.
Habría que destacar la interpretación del niño más pequeño Clément Godefroy, que con su descaro e inocencia, pone el alivio cómico en cualquier momento, por peliagudo que sea. Jean Texier, como el adolescente líder de la banda protagonista, tiene un papel complejo que encarna sin dificultad. Ilona Bachelier, como la chica nueva que lo desencadenará todo, resulta igual de convincente, como lo está el resto de los actores infantiles de la película. En el bando adulto, Laetitia Casta y Guillaume Canet logran comenzar con una apariencia inocente para demostrar, en ambos casos, que sus personajes escondían mucho más de lo que se podría sospechar, encajando así con lo que comentaba como mayor virtud de la película en general. Kad Merad y Gérard Jugnot completarían el reparto con propuestas más cómicas, pero igualmente logradas y con la misma capacidad de virar hacia lo importante cuando es necesario.
Conclusión
‘La guerra de los botones’ es lo que aparenta que podría ser: una película confeccionada a la perfección según cierta fórmula de la que no se despega, por lo que no podrá satisfacer a quienes busquen en el cine solo originalidad o sorpresa. Pero, al mismo tiempo, una cinta muy efectiva en todos sus propósitos, entrañable y con actores que transmiten mucho y resultan cercanos. Supone un buen rato garantizado, aunque quizá algo inocuo, pero no por ello insubstancial.
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