Veinticinco años ha sido el tiempo que ha necesitado el brillante creador de mundos —adjetivarlo como realizador o cineasta se le queda corto— Guillermo del Toro para, de una vez por todas, recibir el reconocimiento que siempre ha merecido por parte de una academia que, injustamente, y salvo honrosas excepciones, ha tendido a mirar al cine fantástico de reojo y por encima del hombro temporada de premios tras temporada de premios.
Un cuarto de siglo en el que el mexicano ha demostrado una capacidad innata para transportarnos a los más diversos lugares y universos, deslumbrando tanto en sus aproximaciones al terror en filmes como 'El espinazo del diablo' o 'La cumbre escarlata'; a la acción en largos como la espectacular 'Pacific Rim'; o a ese híbrido que tan bien domina en el que la fábula fantástica se da la mano del drama, territorio al que pertenece la espléndida 'La forma del agua'.
Con su último, maravilloso e incluso mágico trabajo, la asombrosa mente de Del Toro ha dado rienda suelta a toda la cinefilia cultivada desde su más tierna infancia para dar forma a una pieza extraordinaria. Una auténtica obra de arte que trasciende a los falsos clichés que se presuponen de su género, colindante a los terrenos del terror más clasicista, para construir un relato que destaca gracias a su habilidad para llegar hasta tu corazón, tocártelo y, casi literalmente, derretirlo.
Del Toro: magia y cinefilia
'La forma del agua', además de como una excelente película, puede ser catalogada de muchas formas, siendo una de ellas la de una sincera carta de amor al cine; algo que va más allá del peso que tiene el séptimo arte en pantalla a lo largo del metraje de la cinta para pasar a formar parte de los cimientos sobre los que se ha edificado el cóctel multireferencial subacuático de Guillermo del Toro.
Sin mucho esfuerzo, puede encontrarse un claro paralelismo entre 'La forma del agua' y el clásico de Universal 'La mujer y el monstruo', gérmen confeso de lo nuevo de un guadalajareño que, desde que vio la película de 1954, siempre soñó con que el monstruo de la Laguna Negra y el personaje de Julia Adams pudiesen consumar ese amor monocromático que los guionistas Harry Essex y Arthur A. Ross les negaron.
Junto a este, obvio ejemplo, obras tan dispares como 'La bella y la bestia' —1946— o 'Las zapatillas rojas' —de la que 'La forma del agua' hereda gran parte de su tratamiento estético— terminan de moldear un cóctel inigualable, a medio camino entre la monster movie, el cuento de hadas marca de la casa y el thriller. Una combinación que da lugar a la cinta más emotiva y emocional del director, quien parece haber entregado hasta el último fragmento de su alma al proyecto.
El tierno e imposible romance entre Elisa y su amante anfibio está narrado con una sensibilidad y precisión indiscutibles y enriquecido por un toque de realismo mágico que termina siendo engullido por un mundo de fantasía habitado por unos personajes redondos, maravillosamente escritos, mejor interpretados —Sally Hawkins y Michael Shannon están sencillamente espectaculares— y de los que se hace imposible no enamorarse.
Un deleite para el corazón y los sentidos
El modo en que 'La forma del agua' abraza al espectador no sería, ni mucho menos, tan efectivo, cálido y satisfactorio de no contar con un apartado audiovisual que estimula vista y oído con un delicado bombardeo sensorial en el que la más absoluta belleza reina fotograma a fotograma.
Comenzando por la impecable banda sonora de Alexandre Desplat, que incluso escuchada de forma independiente a la película consigue emocionar como pocas, y continuando por un diseño de producción a la altura de las circunstancias y unos trabajos de cámara y dirección artística formidables, 'La forma del agua' logra alcanzar un atípico equilibrio entre técnica y narrativa en el que la fotografía y su paleta de colores se erigen como la guinda de un pastel irresistible.
Existe el debate sobre si las trece nominaciones a los Oscars que ha recibido 'La forma del agua' resultan excesivas o no; una discusión que pierde todo el sentido una vez te sumerges en su particular microcosmos y te dejas envolver por su dulzura y su sinceridad. Es en ese momento cuando eres consciente de que lo nuevo de Guillermo del Toro no entiende de premios y nominaciones, sino de amor, de color, de vida y, en definitiva, de todo lo que hace mágico al cine más puro.
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