La última gamberrada de Seth Rogen no es para niños. Pero ojo, tampoco para adultos. Su existencia se puede justificar como una revelación: el sistema de censura americano puede quitar un pezón, pero permite mostrar cómo un personaje se reboza con el escroto de otro gráficamente, con tal de que sean piezas de comida animadas. Como manifiesto está bien, pero el tono entronca con más con la sensibilidad del cine adolescente post ‘American Pie’ (1999).
No nos extrañe de guionistas con éxitos como 'Supersalidos’ (Superbad, 2007) y ‘Superfumados’ (Pineapple Express, 2008). Como parodia de Pixar, y el cine de animación 3D reciente, funciona al reírse del absurdo de que cualquier película infantil actual basa sus gags en dotar de personalidad a animalitos o elementos inanimados (a este paso, en breve tendremos una llamada ‘Piedras’). Sin embargo, la parodia acaba en cuanto que la película de Conrad Vernon y Greg Tiernan no deja de hace uso de la referencialidad a otras películas como una constante. Al igual que lo hacen las películas de otras factorías de animación.
Por otra parte, no deja de ser gracioso ver un concepto asociado a cine para niños mancillado por un salvaje espectáculo con humor muy oscuro, uso de drogas, sexo sadomaso y bromas sexuales muy turbias. En realidad, no es nada nuevo y uno de los grandes nombres de Hollywood, Peter Jackson, ya lo hizo mejor en ‘El delirante mundo de los Feebles’ ( Meet the Feebles, 1989). La transgresión ya la hemos visto, pero resulta un ejercicio sano encontrar herederas de esa incorrección en los multicines.
Rebelión en el súper
El argumento recuerda ‘La fuga de Logan’ (Logan’s Run, 1976), y si lo llevamos al terreno de la animación con temas adultos, a ‘Antz’ (1998), ambas en las que un personaje decide ir más allá del status quo orweliano en el que están viviendo y que proporciona la estructura de descubrimiento, un camino del héroe en el que debe descubrir a sus compañeros que les han mentido para tenerlos controlados. Cuando se descubre el pastel, se convierte en ‘Rebelión en la granja’ (Animal Farm, 1999).
Hay una buena película escondida cuando se convierte en una sátira de los Estados Unidos en la que se escurren temas filosóficos, teológicos y de conflicto racial. A parte de la obvia crítica al consumismo irresponsable, la indiferencia estadounidense a las barbaridades de la producción industrial, hay un juego con estereotipos de colectivo gay, negros, latinos, bromas del conflicto palestino, de judíos y nazis, que se mofan de la banalidad del tribalismo político yanqui. Rogen quiere hablar de temas serios, pero la intención se queda en chascarrillo.
Sin embargo, la creencia y descubrimiento del verdadero cielo: una brillante descripción del infierno en el que los seres que creemos inanimados son despellejados, hervidos vivos y desmembrados, une a todas las tribus bajo un objetivo común. La inevitable revolución se resuelve con una de las mejores ideas de la película, la existencia de una cuarta dimensión en la que los humanos, gracias a las drogas, podemos ver como son realmente los objetos inanimados que toman vida en este tipo de películas.
Autoindulgencia pueril
El problema es que sus constantes salidas de tono parecen querer decir a gritos lo gamberra que es. Hay un intento desesperado por dejar claro que es la mala de la clase, el tipo que eructa en la ceremonia de la boda, pero solo deja más claro que no es más que una película de estudio, cuyo posicionamiento comercial es precisamente ese. Con el sueldo de Edward Norton por 15 minutos de voz podrías cubrir gastos de los crowfundings que verdaderos agitadores de la animación como Ralph Bakshi o Jan Švankmajer se ven abocados en la actualidad para poder realizar sus proyectos.
Hay una escalada creciente de chistes de penes hasta la orgía final, tan obvia como chabacana, en la que se confunde provocación con la gratuidad de quien quiere hacer dejar claro el mensaje “mira cuantos muñequitos de comida fornicando, reíd”. Un controversia que no va más allá de la que tiene un chaval de primero la E.S.O. que dibuja a sus profesores desnudos para solaz de sus compañeros. En sus peores momentos, 'La fiesta de las salchichas no es capaz de salir de su parcela de roídos chistes sobre pezuñas de camello.
La sucesión de bromas sexuales tipo Kevin Smith, pero sin la contrapartida emocional catártica que este era capaz de darle, resultan divertidas durante un rato. Sus guiños levantan sonrisas, su uso de la música crea una conexión inmediata y su viaje por el lado más corrosivo del humor −es tremendamente negra y gore en ocasiones− hacen fácil que compremos su idea, pero cuidado, la fecha de caducidad no queda muy lejos, y a veces, ya deja algo de sabor rancio antes, siquiera, de acabar la proyección.
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'La fiesta de las salchichas', desenfrenada, atea y necesaria (por Juan Luis Caviaro)
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