Que el cine europeo, que tantas alegrías nos dio durante la mayor parte de los años 90, entró en un ciclo de catalepsia preocupante que ha durado más de un lustro, es algo más que evidente, y que ahora comienza de alguna forma de salir del agujero creativo y de identidad en el que se sumergió, también. A películas interesantes pero menores como ‘Good Bye, Lenin’, y otras del mismo corte, ahora la sustituyen obras mayores como ‘La vida de los otros’ o ‘El hundimiento’, desde Alemania, y ‘Las horas del verano’ y la impresionante, majestuosa, solemne, inclasificable ‘La cuestión humana’, desde Francia.
No tengo la menor duda, y menos aún después de observar cómo un tercio de los espectadores que compartían sesión conmigo en el cine iban abandonando la sala, de que si establezco comparaciones entre ‘La cuestión humana’ y otras parábolas sobre el poder como ‘Apocalypse Now’ (Coppola, 1979) o ‘Ciudadano Kane’ (Welles, 1941), muchos lectores pensarán que soy un snob, o un elitista. Pero así lo pienso. Pues ‘La cuestión humana’, es no sólo la más grande película europea en varios, o muchos años, sino una disección del poder empresarial de una lucidez que asusta.
Resulta una experiencia dolorosa, desconcertante, asistir a las imágenes fantasmagóricas, impregnadas de los códigos de la sci-fi y a menudo del cine de terror, de esta película. Al finalizar su visionado, se queda uno literalmente agotado, exhausto intelectual y emocionalmente, confrontado a verdades terribles, reflejado en un espejo demoledor e inexcusable, desnudado sin compasión y expuesto a un mundo sin esperanza. Nicolas Klotz (que hasta ahora no había dirigido nada de este calibre), y su guionista Elizabeth Percival, han cumplido su cometido: desahuciarnos moralmente.
Pero que no piense el lector de estas líneas que el discurso de esta película es evidente o está mostrado de manera frontal. Muy al contrario, sus descarnadas cargas de profundidad emergen de manera natural, desestabilizando esta historia del psicólogo de la enorme empresa petroquímica que conocerá una peripecia íntima y profesional indescriptible. De la inicial investigación de un alto cargo de la despiadada empresa, pasamos sin aliento a una reflexión sobre los rastros que el pasado deja en el presente y que ensombrecen el futuro. Las heridas de la vieja y desmemoriada Europa se hacen dueñas de la película.
Porque en el desordenado, denso y aún así cristalino relato que se nos narra, Klotz empareja, sin apenas esfuerzo visible, la Europa capitalista, gélida (tanto como la película), progresivamente deshumanizadora en la que nos encontramos, con aquella que emergió de las ruinas de la segunda guerra mundial. Y es que para Klotz “el pasado es partícipe del mismo paisaje que el presente, no existen fronteras entre el pasado, el presente y el futuro”. La veraz disección de las argucias del poder, sus títeres y maestros de marionetas, se entrecruzan en esta película, certificando esa identificación.
La puesta en escena de Klotz no puede, en ese sentido, resultar más agobiante, inquietante, y también valiente. Huyendo de cualquier convención formal, la cámara deviene en acerado instrumento al servicio de un punto de vista muy singular. Se advierte la desesperanza del director respecto de lo que cuenta, pero también su profunda compasión. Los primeros planos frontales se intercalan con planos generales que acentúan inhóspitos y sombríos interiores, dotándolos de gran personalidad, que ayudan a comprender a los retorcidos y casi inalcanzables personajes.
La colorimetría también ha sido alterada para lograr este objetivo. No hay lugar para los colores vivos, ni siquiera para la luz del sol, que es impensable en esta película. Los tonos ocres, los encuadres inesperados, son notablemente empleados, así como el opresivo formato 1:1,66. Pero, ¿acaso no es más nítido el sentimiento de libertad en las breves y bellas secuencias en las que esta se infiltra, como un escalpelo? Son las secuencias del beso robado en la rave, o la del concierto musical y los sentimientos que este provoca en la pareja sentimental del protagonista.
Mathieu Amalric (que ya hizo un gran trabajo en el último Bond, que guarda algunos paralelismos temáticos con esta) realiza un trabajo formidable, proteico. Su personaje, que es el investigador de esta trama falsamente detectivesca, falsamente materialista, es el objeto de nuestra investigación, la que hacemos los espectadores. Este psicólogo responsable del departamente de recursos humanos, se nos confiesa a nosotros, desordenada pero prolijamente, buscando una redención que sabe que no merece. Ejecutor de las prácticas empresariales que dejan sin trabajo a los menos competitivos, descubrirá lo que él, y miles como él, han provocado para el futuro, y lo que todos hemos heredado de las prácticas de aniquilación de los nazis.
El psicólogo Kessler es, como el propio Amalric, elegante y misterioso. Irá mutando, conociéndose, a medida que sus certezas se evaporen, que encuentre motivos para dudar de todo y de todos. Imperturbable en un principio, alcanzará el sosiego y el terror de los que saben más de lo que deben, de los que saben, por fin, en qué mundo viven. Un mundo que resulta, casi siempre, el peor posible. Klotz y Percival ni juzgan ni manipulan, simplemente nos muestran las cosas como son, y dan a sus personajes la posibilidad de encontrar el oasis de la comprensión y el cariño.
A nosotros, pobres espectadores, nos queda la opción de devolver al lenguaje (que la película considera un instrumento del poder, que deshumaniza cuando se vuelve neutra respecto a lo que nombra, como los horrores del nazismo) su capacidad para expresar sentimientos, ideas y emociones, más que eufemismos, tecnicismos deshumanizadores. ‘La cuestión humana’ constata que todavía podemos revolvernos, rebelarnos contra las maquinaciones de los poderosos, que al fin y al cabo, son personas, como nosotros. No en vano la cuestión humana es tanto su ambición y codicia como nuestra capacidad de sufrimiento.