En la selección de hombres clásicos aventureros que hice para la gente de L´Oréal incluí al actor Robert Redford por su naturalidad frente a una cámara, principal característica de sus interpretaciones. Curiosamente su carrera como director ha ido más o menos en la misma dirección, y hemos comprobado que lo que es válido para la actuación tal vez no lo sea para la dirección. Con esto no estoy intentado decir que Redfrod sea un mal director, ni muchísimo menos; sus películas poseen un aspecto formal bastante logrado, y su pulso narrativo parece beber de las fuentes que bebían realizadores como Sydney Pollack, algo lógico y muy coherente dada la relación de Redford con dicho director, que dicho sea de paso, no arriesgaba demasiado en sus películas. Lo mismo que Redford, que con el paso de los años, se revela como un realizador perfectamente conocedor del medio, pero sin apenas fuerza, alma o el término que más se ajuste a la sensibilidad de cada uno.
En el caso de su penúltimo trabajo tras las cámaras —recordemos que ya se encuentra filmando una nueva película, ‘The Company You Keep’, con un reparto espectacular—, ‘La conspiración’ (‘The Conspirator’, 2011) termina resultando un film que no es mejor ni peor que las demás películas del director, con la excepción de su ópera prima, ‘Gente corriente’ (‘Ordinary people’, 1980), todavía su mejor trabajo. En él establece una relación entre un drástico hecho del pasado de la historia de los Estados Unidos —el asesinato de Lincoln— y hechos más recientes de igual importancia, concentrándose en el posterior juicio a los principales sospechosos, hecho no demasiado aireado. Redford, lejos de resultar polémico, es sutil, quizá demasiado. Y es que muchas veces, el no mojarse a fondo tiene sus consecuencias.
‘La conspiración’ sigue el típico esquema de esta clase de películas, todo con un buen pulso narrativo, sin estridencias, sin sorpresas, sin alardeos, sin remarcar absolutamente nada. Para introducirnos al personaje central tenemos un prólogo ambientado en la guerra de secesión, en el que queda muy claro el carácter de Frederick Aiken (James McAvoy), un hombre del Norte orgulloso de su nación y que es capaz de sacrificarse por el bien del prójimo. Algo que tendrá su sentido, cuando tras el asesinato del presidente Linlcoln, Aiken se vea obligado por su mentor —papel a cargo de un magnífico, como siempre, Tom Wilkinson— a defender a Mary Surratt (Robin Wright), la dueña de la pensión en la que el asesino, John Wilkes Booth, y sus compinches conspiraron para asesinar al presidente. El deber, el sentido de justicia, la moralidad, la conveniencia, el hambre de venganza y demás cuestiones se pondrán en tela de juicio, nunca mejor dicho.
La mayor parte de la película es precisamente ese juicio, en el que Aiken irá descubriendo que no hay suficientes pruebas para aplicar la pena máxima, la muerte, a la acusada, y que todo el proceso no es más que un teatro montado para el único fin de sentenciar a los sospechosos, sean culpables o no. La necesidad de venganza de un pueblo que estaba recomponiéndose, y semejante acto no puede quedar impune aunque para ello hay que crear una farsa. Redford plasma sin demasiada pasión, y sí con mucha corrección, la diferencia entre ley y justicia, y la cantidad de demagogia que puede llegar a hacerse con tal de implantar la ley, una ley que no pertenece como debiera al hombre, sino a unos pocos que la aplican dependiendo de los intereses, sin importar demasiado si está bien aplicada o no. ¿A alguien le suena esto?
No es difícil encontrar esa comparación con la actual situación política de los Estados Unidos, y Redford hace bien en no cargar las tintas, pero creo que el mensaje no llegará a muchos por falta de fuerza, sin mencionar que el hacerlo a través de un episodio pasado en la historia de país es una decisión que tiene más de segura que arriesgada. Por otro lado a pesar de la excelente ambientación —atención al trabajo de fotografía de Newton Thomas Sigel—, una muy académica banda sonora, obra del habitual Mark Isham, y un trabajo actoral más que decente, ‘La conspiración’ no pasa de ser un film ejemplar a nivel técnico. Un tema tan peliagudo como la injusticia o las trampas que se aplican a la hora de ejecutar la ley, requería de una mayor entrega por parte de su director, que parece conformarse con no ser malo.
James McAvoy realiza una de sus mejores interpretaciones, ese abogado que en un principio es reacio a defender a Mary Surratt porque se encontrará solo ante el peligro, pero que poco a poco irá comprendiendo que hay cosas más importantes que la sagrada ley, que parece querer enterrar la verdad, aquella que los hombre íntegros buscan siempre a pesar de los muros levantados contra la misma. Robin Wright demuestra lo que ha madurado como actriz y que de los tiempos de ‘Santa Barbara’ nadie se acuerda —bueno, yo sí, pero ese es otro tema—, mientras que secundarios como Kevin Kline, Tom Wilkinson y Danny Huston ponen toda la carne en el asador. De Justin Long prefiero no hablar, afortunadamente sale poco y su cara de desubicación es antológica. En cualquier caso ‘La conspiración’ ofrece todo un recital de buenas interpretaciones, algo que ya les gustaría a muchas otras películas. Una pena que sin ser mala, subrayo, no se quede en la memoria.