Mientras veía 'La cena', me prometí durante uno de los muchos momentos en los que la película me invitó a desconectar durante sus eternas dos horas de metraje que no emplearía ningún símil culinario a la hora de hablar de ella. Pero la carne es débil, y al pensar en lo indigesto que resulta el nuevo trabajo de Oren Moverman no puedo evitar la comparación con los efectos un kebab grasiento que decides comerte en una noche de borrachera; algo radicalmente opuesto al plato de cinco tenedores que su presuntuoso responsable cree estar cocinando.
Un entrante de lo más apetecible
Sería injusto negar que la primera mitad de esta adaptación del bestseller homónimo escrito por el autor holandés Herman Koch consigue atrapar con una eficacia tan envidiable como poco habitual. Su tiento a la hora de dosificar la información para moldear una absorbente intriga está a la altura de su esmero en el tratamiento de su personaje principal, de un magnetismo irrebatible y con el que se conecta de forma instantánea a pesar de sus obvias peculiaridades.
Poco a poco, Moverman comienza a darnos pistas sobre quienes son los miembros de las dos parejas que, a regañadientes, se convertirán en comensales de una cena que no parece plato de buen gusto para ninguno de ellos. El filme nos tiene a su merced gracias a unas notables interpretaciones —soberbio Steve Coogan— sumadas a su espíritu de thriller sobrio, casi teatral y, entonces, cuando todas las piezas comienzan a unirse y el conjunto cobra un satisfactorio sentido, el director parece perder las riendas y deja que su obra se desboque en una aborrecible oda al exceso tanto de forma, como de fondo.
Caos, excesos y pedantería
Lo que en un principio parecía, misterios aparte, una propuesta sencilla —algo en absoluto reñido con la efectividad de la misma— centrada en las relaciones de sus protagonistas y en la resolución de un conflicto compartido, termina desviándose de su camino de la peor de las formas. Llegados a su ecuador, 'La cena' comienza a dar rodeos, abrir una infinidad de subtramas y a desviar su discurso hacia temáticas que parecen pertenecer a mundos distintos; desde el mal endémico que suponen los vínculos familiares hasta los entresijos de la política, pasando por una absurda disertación sobre las enfermedades mentales.
Este bombardeo de información podría resultar, hasta cierto punto, digerible, de no ser porque porque viene acompañado de una relamida aproximación a los dilemas éticos que plantea su guión, tratados con unos aires de superioridad moral que dejan la sensación de que Moverman cree estar por encima del bien y del mal y, por supuesto, de los pobres mortales que habitan el patio de butacas.
Si el contenido de 'La cena' resulta exasperante, su ejecución irrita de igual modo. La estructura narrativa del filme es un auténtico manual de instrucciones sobre cómo no deberían utilizarse los flashbacks, regando la trama principal con constantes desvíos que no aportan nuevos detalles, resultando reiterativos e instando al resoplido tras la enésima vez que el realizador nos aleja de la tensión latente que reina en el restaurante en el que transcurre el grueso de la cinta.
Para traducir de forma visual la experiencia de deglutir 'La cena' podemos acudir al sketch de 'El sentido de la vida' en el que el Sr. Creosota ingiere tal cantidad de comida que, finalmente, termina reventando. Lo último de Oren Moverman, al igual que el monstruoso personaje de los Monty Python, estalla en mil pedazos tras hincharse absurdamente con un nada apetecible festín de contenido innecesario, siendo el detonador final un clímax demencial que resuelve abruptamente el largo en sus últimos diez minutos, dando la sensación de que, de no haber tenido tanto ruido, ínfulas y cháchara innecesaria, podría haberse sintetizado en un cortometraje de lo más interesante.
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