El divorcio de un matrimonio bien avenido (Dustin Hoffman y Meryl Streep) y la pelea por la custodia del hijo provocarán una larga y dificultosa relación que salpicará los aspectos de una vida que deja de ser en común y que pasará a ser bastante contingente.
La fama es, desde luego, un estatus pegajoso, también en el cine. A 'Kramer contra Kramer' (Kramer Vs. Kramer, 1979) no le pudo venir mejor estrenarse en una España que estaba, católica y bonita ella, a punto de normalizar/ legalizar el divorcio tras años de infame y gris franquismo. Si a ello le sumamos que la película fue la victoriosa de los premios de la Academia del Cine estadounidense ya tenemos muy buenas razones para la fama y para que este país, tierno y a ratos miedoso, tuviera excusa para conversar de lo duro que es el divorcio.
Pero acaso la fama no conozca otro significado que el de su constatación y eso hace que todas las películas, que alguna vez alcanzaron esa condición, no siempre pasen el exigente juicio de la crítica o el interés, pues nada envejece más rápido que los fenómenos mediáticos, tan dependientes siempre de clientes y sensibilidades que cambian enseguida.
¿Y quién dijo que todo tenía que llevarnos al olvido? Esta película, escrita y dirigida por Robert Benton, será familiar a los cinéfilos que hayan leído unos cuantos manuales de guión, en especial el del gurú Robert McKee.
Resulta refrescante porque viendo la película uno se da cuenta de que, efectivamente, tiene razón. Cada escena de la película está diseñada para que cambiemos de opinión respecto a lo que pensamos de los personajes y eso asegura un notable entretenimiento, al no centrarse en una contingencia entre dos polos éticos ("buen padre vs. mala madre") sino en las consecuencias de un conflicto.
Las asombrosas interpretaciones de Meryl Streep y el pequeño Justin Henry, mientras que el exceso habitual de Dustin Hoffman consigue no exasperar al más paciente de los espectadores (su intensidad solamente funciona en las escenas en las que su personaje se encuentra así de desesperado y parece sobreactuar. Benton saca provecho de la iluminación de Néstor Almendros, capacitado para captar Nueva York en una vis bastante más natural y menos preciosista, en la línea del cine de la década previa.
En todo caso, rara vez Hollywood ha conseguido entregar un producto competente y típico en sus estándares, pero al menos un poco más intimista y menos maniqueo de lo habitual: el final de la película, brillante, al menos, tiene la delicadeza de parecerse a la vida, donde con demasiada frecuencia las personas tienden a llenarse de matices y a proporcionar respuestas satisfactorias que tampoco lo son tanto.
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