Desde que en 1914 Alfred Machin rodara 'Maudite soit la guerre' hasta nuestros días, han sido miles las películas que han tratado de convencer al espectador de algo que no debería precisar de muchas explicaciones: la guerra es mala. Lo hemos visto desde el punto de vista de los soldados en medio del conflicto, de las consecuencias posteriores, de los vencedores, de los vencidos, de las familias, de las víctimas inocentes. 'Klondike' nos da una visión diferente a la que estamos acostumbrados: lejos de los tristes viajes a la miseria humana del cine estadounidense, esta cinta entra de lleno en los inicios de la guerra de Ucrania, allá por 2014, cuando aún no abría los telediarios.
Planos largos, mecha corta
Una casa cerca de la frontera entre Rusia y Ucrania se queda sin pared del salón por un accidente de guerra. La pareja que vive allí tratará de sobrevivir en un conflicto que les ha pillado en medio, sin tomar partido ni pretender nada más que salir adelante. El mayor problema de 'Klondike' es que, pese a su magnífica premisa, no termina de funcionar sentimentalmente hasta el final: las secuencias, largos planos deshilachados, parecen más centradas en parecer artísticas que en tener una intención narrativa.
Eso no significa que las imágenes que consigue la cámara de Maryna Er Gorbach sean despreciables. Todo lo contrario: bajo la apariencia de bellas llanuras y paisajes rurales se esconde la tensión de una guerra en ciernes, la angustia de los mercenarios campando a sus anchas y la duda de si habrá un mañana. Pero el problema es que esto tiene que ser inferido por el espectador. Muchas de estas largas panorámicas no tienen una razón de ser real y terminan por lastrar la cinta al pretender ser algo que no es.
Es verdad que la construcción a fuego lento no termina nunca de funcionar y los personajes no terminan de adquirir una entidad propia durante los dos primeros actos de la cinta, pero en su tramo final la relativa quietud se convierte en un festival de momentos agónicos y tensión absoluta en los que la humanidad desaparece por completo. 'Klondike' se hace grande en estas escenas donde la muerte es una compañera más del día a día, los dramas quedan enterrados por la barbarie e incluso la esperanza queda diluida bajo un cielo gris que consigue ocultarla.
Una habitación con vistas
Si algo no se le puede negar a 'Klondike' es su capacidad para crear imágenes icónicas: la casa, con un boquete en una pared, permaneciendo en pie frente a los ataques; el coche, una tartana que atraviesa los secarrales de Ucrania; Irka dando de comer entre estertores de dolor... Al final, la directora dedica la película a las mujeres, y no es para menos: la cinta desvía la mirada del clásico dilema masculino bélico para centrarse en una mujer embarazada que queda a merced de una guerra innecesaria que trastoca totalmente su vida.
Nunca llegamos a conocer bien a todos los personajes (de hecho muchos de ellos apenas son presentados), pero solo hacen falta matices para saber quién es Irka, una mujer moderna atrapada en un mundo rural y condenada a vivir junto a alguien que no la respeta ni tan siquiera en medio de una guerra. Ella, interpretada por una fantástica Oksana Cherkashyna, lleva toda la película a sus espaldas, como se ejemplifica en un larguísimo y agonizante plano final que es, desde ya, uno de los más impactantes de los últimos años.
La Ucrania bélica que nos presenta Er Gorbach es tan bella como mortal: carece de alma, existe por pura inercia, como los personajes de 'Klondike'. Los silencios enmascarados por un sentido del humor seco y trágico, las miradas que desconocen lo que hay que hacer en el caso de una guerra inesperada, las llanuras que esconden disparos, bombas, sangre y muerte: si esperas que la película te lo deje todo explicitado y en bandeja de plata, probablemente acabe por decepcionarte.
Estrenada en el momento justo
Ha sido pura casualidad que Rusia decidiera invadir Ucrania unos meses después del estreno de 'Klondike' en Sundance, pero arroja nueva luz a un conflicto extremadamente complejo del que tampoco podemos sacar ninguna conclusión clara a lo largo del metraje. La película no pretende sentar cátedra ni explicar el origen o la solución del conflicto, sino, simplemente, contar su historia: una agónica y terrible que necesita ser narrada para no olvidar que esto no es una historia de vencedores y vencidos, sino una en la que hay familias y vidas en juego, donde la crueldad humana se convierte en la verdadera reina.
Resistirse a la guerra es inútil, parece decir la directora, porque cuando estalla, y por mucho que tú pretendas vivir una existencia normal (con fútbol en la televisión, cenas, borracheras y relaciones sexuales), la guerra siempre va a estar como telón de fondo en tu vida. Puedes hacer oídos sordos, creer que a ti no te pasará, dar por hecho que no tener una de las paredes de tu casa es solo algo pasajero. Pero la guerra te cambia la vida, y nunca es para bien.
'Klondike' existe a través de las pequeñas rencillas, los detalles de humor familiar y las broncas de pareja, pero se hace fuerte cuando la maldad en persona entra en escena exigiendo sangre, sacrificios y muerte de todo lo que es bello, desde el amor hasta los animales. Y al final, el gran ventanal que los protagonistas quieren hacer en su salón aprovechando el bombardeo se convierte en una mirada a todo aquello que nunca jamás querrían ver, vivir y sufrir. Porque esta película no puede ofrecer soluciones a la guerra: solo puede mostrar sus consecuencias. Y la autorrealización de la cinta al respecto no puede ser más dolorosa.
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