Después de encontrar deliciosas y acertadas 'Nadie sabe' ('Dare mo shiranai', 2004), 'Hana' ('Hana yori mo naho', 2006) o 'Still Walking (Caminando)' (2008) o incluso 'Air Doll' (2009), no me podía perder el último estreno del japonés Hirokazu Kore-eda, 'Kiseki (milagro)' (2011), una historia sencilla que retoma el tema de la infancia para hablarnos de dos hermanos que se han separado cuando cada uno de sus progenitores ha decidido mudarse a una ciudad distinta. Los trenes bala, que no es la primera vez que sirven de símbolo en el cine del país isleño, cuando se cruzan, desprenden tanta energía que se cuenta que son capaces de producir un milagro: el que les pida quien esté presenciando el encuentro.
'Kiseki (milagro)' se basa en una anécdota multitud de veces vista y es el acercamiento desacostumbrado, así como el tono –gracias a la inclusión de detalles, como lo del volcán, la colina con el colegio, etc…–, lo que le aporta una hermosura particular para convertirla en algo por completo nuevo. Con la frecuencia con el que este surge en los encuentros verdaderos, se produce aquí el humor espontáneo de las situaciones reales. El director sitúa al costumbrismo como material más abundante, sin meter el pie en la crítica social o en el retrato de bajos fondos para causar impacto, sino con llaneza y claridad. Dentro de una realización más diáfana que pretenciosa, Koreeda encuentra algunas composiciones de planos de sublime belleza. Ya se ha dicho siempre que lo más difícil es hacer que algo parezca fácil.
La segunda mitad de la primera hora –la parte contratante de la primera parte– se me antojó repetitiva. Una vez se han presentado los personajes y las situaciones, resulta redundante el intervalo que hay hasta que empieza la aventura. El tempo pausado ya no es necesario siquiera para establecer un tono, en el que ya hemos entrado con los primeros compases. Aún así, no sabría decir en concreto qué fragmentos eliminaría, pues todos son igual de efectivos o encantadores. La profusión de personajes y de tramas secundarias supone un motivo por el que Kore-eda que, además de escribir y dirigir, monta, tal vez no supiera qué arrojar a la papelera. Cuando comienza la andadura de los ocho chiquillos, la película recobra el aliento para llegar a un final muy bien resuelto, que deja un poso de emociones optimistas.
Cine de niños, pero no para niños
La dirección de intérpretes supone el bastión de la película. Kore-eda deja mucha libertad a los actores, a los que ha elegido no por su físico, sino por poseer personalidades similares a las de los personajes y, a partir de lo que a ellos se les ocurre, va retocando su guion provisional. De esta manera, la autenticidad y credibilidad que extrae de ellos no tiene parangón. Los hermanos Koki y Ohshiro Maeda dan vida a los protagonistas, con caracteres muy diferenciados: el mayor es muy sensato, como su madre; el pequeño, un seductor como su padre, pero en miniatura. Se complementan y chocan para crear armonía y chispas. Igual de logrados están los papeles de sus amiguitos, cada uno de ellos con su pequeña historia, su pequeño sueño.
Sorprende la tremenda madurez de estos prepúberes que cuidan de sus mayores, deciden lo que es mejor para ellos y se mueven con total independencia. Es un mundo de niños en el que los adultos – Nene Otsuka y Joe Odagiri encarnan a los padres– están porque son necesarios. No solo no son protagonistas, sino que sus sentires revisten escasa importancia. Incluso cuando alguno de ellos parece que va a llevar el relato hacia el drama, uno de los niños le quita hierro diciendo que había bebido.
(Spoiler) Los pequeños protagonistas son tan maduros que saben que tienen que cambiar sus deseos, como si conociesen la recomendación "ten cuidado con lo que deseas, que se podría cumplir" o la sentencia de Santa Teresa: "Se derramarán más lágrimas por las promesas atendidas que por las no escuchadas". Tampoco buscan la reconciliación de sus padres ni arreglar un matrimonio que saben de sobra que no podía funcionar. Su estratagema solo se centra en provocar un desastre que los acerque geográficamente, pero no es remembrar una familia que ya no se acepta remiendos.
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