Estoy convencido de que si el cine norteamericano de género se hubiese limitado a repetir, sin más, las viejas fórmulas consideradas clásicas, no hubieran hecho otra cosa que reducirlo a un mero “cuento de la vieja”, con distintos elementos pero el mismo esquema. Es fascinante hablar y estudiar el trabajo de aquellos cineastas valerosos que, con una sensibilidad fuera de toda norma, transforman la apariencia de un arquetipo (en este caso, el policíaco) y le dan un ímpetu y una óptica que antes de ellos hubiera resultado impensable.
Y la prueba de que es cine personalísimo es que, a la hora de copiarlo, otros cineastas fracasan miserablemente. Son muestras de género que se sale del género. Un género en sí mismas. Creo que ‘Point Break’ (sugerente título para que luego nos lo traduzcan con el horroroso ‘Le llaman Bodhi’, que no pienso volver a emplear, queda avisado el lector) es una de esas muestras. Una extraña película de acción que se alza muy por encima de sus tópicos, para convertirse en una experiencia sensorial, cuyas no pocas virtudes se alzan muy por encima de sus numerosos defectos estructurales. Y todo gracias a su directora. Y es que lo más importante, siempre, acaba siendo la aportación del director.
Causa pánico pensar en esta historia firmada por alguien diferente a Bigelow. Si cualquier otro con menos personalidad y menos agallas que ella hubiera tomado las riendas, parece difícil que esta historia de surferos atracadores de bancos (!!!) hubiera llegado a ser nada más que un espectáculo dudoso sobre jovenzuelos cachas, tías buenas, robos y tiroteos. Y no sólo está Bigelow para conseguir el milagro (porque esto es un milagro), sino también James Cameron, que vio las posibilidades de esta historia en manos de su entonces esposa, le dio algunos toques al guión y ejerció de productor ejecutivo. Porque, seamos sinceros, el guión no es nada del otro mundo, pues aunque tiene algunas secuencias bien escritas (los momentos previos al penúltimo robo), no paso de correcto, y está plagado de clichés.
La razón principal de que esta película se mantenga en pie dieciocho años después, me parece, es, para empezar, la implicación emocional de la directora. Más que emocional, espiritual, diría yo, pero ya llegaremos a eso. Bigelow hace un alarde de coherencia y profundidad en su puesta en escena, demostrando que lo importante no es qué cuenta la historia, sino cómo se cuenta, cómo la mirada del director sublima, por decirlo de alguna manera, esa historia. Bigelow es un titán cinematográfico que antes del uso masivo de la infografía (y de los vergonzosos etalonajes digitales, y de los montajes sincopados donde nada se ve, porque no hay nada que ver) filma una de las películas de acción más dinámicas, intensas y estéticas de la historia.
Ahora, no hay película de acción donde no sólo la imagen (que hasta cierto punto, es comprensible que se retoque) sino los mismos elementos que la componen, estén modelados “después” del rodaje. Es decir, no son elementos que se filmen con la cámara. Pero en ‘Point Break’ todo lo que vemos está recogido con ella. Esto le puede parecer irrelevante a un aficionado al cine cuya cinefilia ha nacido con ‘El señor de los anillos’ (cuya magnífica segunda parte tiene en su mejores momentos de aventuras aquellos en los que no hay 15.000 guerreros creados por ordenador), pero la diferencia estriba en la sensación que se transmite al espectador.
El CGI es una herramienta más, pero no es un elemento capital de la puesta en escena. No tiene mayor importancia, ni menor ciertamente, que el atrezzo. El cine opera con realidades, y cuando los actores de esta película cabalgan una ola, saltan de un avión en pleno vuelo, o cuando el operador jefe (Donald Peterman, que aquí firma su mejor trabajo de lejos) captura un ambiente lumínico determinado en el mar, es el ambiente que, perfeccionado con algunos filtros y el uso de los objetivos (que pienso que debería estudiarse en las escuelas de cine) había en el rodaje. Por tanto la sensación es la de asistir a algo real. Y pocas veces se ha asistido a una aventura tan física y, al mismo tiempo, tan hipnótica y abstracta.
Sobre todo, pocas veces, o quizá nunca, se ha filmado el mar como en esta película. Esa es la primera identificación emocional de Bigelow a la hora de construir el relato (la forma) sobre la historia (el contenido). En el guión estaba escrito un diálogo, perteneciente al propio Bodhi: “no tienen ideas claras acerca del mar, por lo que nunca van a entender su lado espiritual”. Esto, que está en una página de diálogo, Bigelow lo hace realidad, con la complicidad total de Peterman, y juntos nos regalan bellísimas y también espirituales imágenes del mar.
Lo que intento explicar es cómo una directora convierte en imágenes un guión, y lo hace de forma plenamente cinemática. Es decir, con imágenes y sonidos, y no con herramientas literarias o teatrales. Pongamos por caso la secuencia de créditos, que aparentemente no es más que otra secuencia de créditos más, con dos acciones en paralelo que presentan al surfista (presumiblemente Bodhi) y al poli (un sorprendentemente sólido Keanu Reeves, intérprete muy limitado). Pero hay mucha más en esa secuencia de apertura de lo que quizás aparenta. Decíamos imágenes bellísimas y también espirituales del mar. Con el uso de la música (obra de Mark Isham, también lo mejor que ha firmado) y con ese montaje en paralelo, la altura plástica de las imágenes de las olas es algo más que eso, es algo espiritual.
Y esto es por las decisiones de puesta en escena de Bigelow. Primero, no se le ve nunca la cara al surfista, es casi siempre una sombra. Luego está la conexión física del agua, pues llueve en la prueba del poli. Con todos los elementos unidos, ¿no parece casi una secuencia onírica, poética? ¿No parece una expresión del interior de Utah, desconocido incluso para él, de su ansia espiritual, que le llevará a una aventura catártica? El mar, transformado en lluvia, parece llamar a Utah. Es decir, el destino está trazado para él.
Es esta identificación emocional profunda con un personaje bastante simple desde un punto de vista psicológico (eso que los puristas tanto buscan y defienden) lo que salva las lagunas, a menudo profundas, de un policiaco cuyos elementos precisamente policiacos son auténticos tópicos. Para Bigelow son sus héroes porque son personajes atados a la necesidad de adrenalina, que en este caso se obtiene gracias a deportes de riesgo como el paracaidismo, el surfimos, o a actividades fuera de la ley, como los robos de bancos. Lo sorprendente es que si Bigelow no hubiera potenciado esos rasgos emocionales, y se hubiera limitado a filmar las secuencias de acción como mejor pudiera, el resultado habría sido muy superior que el 99% de lo que los directores norteamericanos han ofrecido en el género de acción en las últimas dos décadas.
Allí donde otros fracasan, porque para ellos una experiencia estética no puede lograrse con otra cosa que no sea un mamotreto colorista, barroco, hiperrealista, Bigelow les da lecciones de puesta en escena, porque ella entiende bien cuál es su oficio. Toda su labor con los distintos elementos que conforman la puesta en escena, el sonido, la materia misma de la imagen, va en una misma dirección, de ahí viene el término dirección, y no de otro. Con su cuarta película como realizadora, y gracias, por decirlo de alguna manera, al mecenazgo de James Cameron, Bigelow se consolidaba como una personalidad cinematográfica de raza, y continuaba navegando por las procelosas (más aún para una mujer) aguas del cine de acción de su país