La situación de Carpenter, tal como hemos ido comentando estas semanas, en los últimos años ochenta, se hacía cada vez más y más complicada. La tibia recepción popular de dos películas bastante caras como ‘La cosa’ (‘The Thing’, 1982) y ‘Starman’ (id, 1984), así como el batacazo de otra de gran presupuesto, ‘Golpe en la pequeña China’ (‘Big Trouble in Little China’, 1986), habían provocado el olvido de productoras e inversores de grandiosos éxitos como ‘Halloween’ (id, 1978) o ‘La niebla’ (‘The Fog’, 1980), así como otras estupendas películas hechas con cuatro duros, que habían funcionado bastante bien. Así las cosas, Carpenter se refugió en un cine mucho más barato que, sin embargo, tampoco le dio demasiadas alegrías, porque ‘El príncipe de las tinieblas’ (‘Prince of Darkness’, 1987) fue vapuleada por la crítica. Inasequible al desaliento, volvió a levantar un proyecto con unos exiguos tres millones de dólares, regresando a la sci-fi, inspirándose en un relato de Ray Nelson y estructurándolo según un comic del recopilatorio Alien Encounters.
El resultado fue una de las películas más divertidas, más gozosas y a todos los niveles más completas de la filmografía del maestro. La que con menos, consigue más. Un filme inclasificable, a medio camino entre la comedia negra, el cine de horror y el cine de sci-fi, en un raro equilibrio que se apropia de estos géneros sin descuidar ninguno de ellos. En ‘Están vivos’ (‘The Live’, 1988) las limitaciones presupuestarias, más que un obstáculo, parecen un aliciente, gracias al cual Carpenter da lo mejor de sí mismo en la construcción de ritmos y atmósferas. En sus manos, las herramientas cinematográficas del punto de vista, de la sugerencia y del desvelar progresivo de una situación, la introducción verosímil de un elemento sobrenatural o increíble dentro de una cotidianidad, o la sensación de amenaza y de extrañamiento, devienen las formas más puras y estimulantes del cine narrativo, aprendida bien la lección de gente tan magnífica como Hawks o Hitchcock, olvidándose de los palos recibidos y siendo, ante todo, siempre fiel a sí mismo y a sus necesidades creativas, entregándose a una aventura inolvidable que, para mi sorpresa, gana cada vez más adeptos a pesar de que nació como obra menor y de que pasó desapercibida en gran parte del mundo.
La paranoide teoría de la conspiración reptiliana no es precisamente nueva. Bastará que el lector introduzca esas palabras en google para entretenerse un buen rato con todo tipo de ideas, hipótesis y conjeturas acerca de alienígenas reptilianos que hace siglos tomaron el control del planeta, se mezclaron con el ser humano, y que poseen apariencia humana. Lo cierto es que a veces uno pensaría que es bastante probable. Pero más allá de teorías y de su probabilidad, la historia que nos cuenta Carpenter en la pantalla funciona a las mil maravillas, sin la menor fisura en el relato. Ya el cuento corto de Nelson, ‘Eight O’Clock in the Morning’, publicado en 1963, era bastante bueno y sugerente, mientras que el cómic ‘Nada’ servía para estructurar bien la historia prevista y para otorgar un nombre al protagonista de la película, llamado George Nada, un trabajador poco cualificado que se encuentra en una difícil situación personal, vagabundeando en busca de algún trabajo con el que subsistir, y que por un azar del destino descubrirá una terrible realidad a escala global, y se convertirá en involuntario héroe y sacrificado superviviente de una pesadilla a la que tendrá que enfrentarse lo quiera o no.
Estamos rodeados
Durante ocho semanas, la mayor parte de ellas en localizaciones de Los Angeles, Carpenter rodó la historia de este hombre que por casualidad encuentra una caja repleta de gafas de sol, las cuales permiten ver el mundo tal cual es. La magistral secuencia en la que Nada se pone las gafas es un ejemplo máximo de concisión, de ritmo sostenido y de planificación visual. Nada observa a través de ellas, el mundo se vuelve blanco y negro (será así en realidad, como le hubiera gustado a Tarkovski esta idea…) y los anuncios en las paredes, las revistas, cualquier mensaje visual, esconde un mensaje subliminal de servidumbre, en el que se nos ordena reproducirnos, obedecer, dormir, comprar compulsivamente, no cuestionar la autoridad, agachar la cabeza. Genial la idea de los billetes de dinero que llevan escrita la leyenda: “Este es tu Dios” (This is your God). Peor aún, descubre que entre nosotros hay seres con apariencia humana pero de verdadera apariencia alienígena, reptiloide, y son los más ricos y poderosos, y casi todas las fuerzas del orden. La secuencia sigue progresando, y ante la cara de pasmo de Nada (la misma que se nos quedaría a nosotros), el mundo cambia y él también. Primero ríe y luego actúa. Realmente impresionante todo este bloque.
La interpretación de Rody Pipper, un luchador profesional de Wrestling, al que Carpenter conoció en WrestleMania III, en 1987, me parece sobresaliente. No hay ningún momento en que no te creas una creación tan sencilla, que empatiza directamente, como si estuviera conectada, con el estado de ánimo del espectador, que comparte el viaje de descubrimiento de George Nada. Por supuesto, el recuerdo de Kurt Russell, que hubiera encarnado a otro excelente George Nada, es inevitable, pero quizá la película habría perdido en realismo, al contar con una estrella de ese calibre. A su lado, el siempre sólido Keith David, con quien trabajara Carpenter en ‘La cosa’, hace una pareja muy solvente, y ambos dan lugar a una de las peleas más largas de la historia del cine (más de cinco minutos), homenaje a ‘El hombre tranquilo’ (‘The Quiet Man’, John Ford, 1956), y preñada de diversión y retorcida camaradería. Sin olvidarnos de la enigmática Meg Foster, que protagoniza otra secuencia magistral, llena de suspense, en la que no sabemos si confiar en ella o no, y que tanto peso va a tener en el futuro de la historia.
No creo exagerado afirmar que la cámara siempre está donde debe, y que cada plano dura lo que tiene que durar. Es decir, máxima precisión y máxima austeridad. Una lección de planificación y de montaje. Y como Carpenter se cree completamente lo que nos está contando, nosotros no tenemos más remedio que creérnoslo también. Con un ritmazo que ya quisieran conseguir muchos, sin decaer en ningún momento, nos conduce hacia el desolador pero extrañamente esperanzador climax final, con una mezcla de ironía e intensidad, con un dominio de la atmósfera realmente notable y confiando en que el espectador vaya captando las numerosas bromas y sutiles detalles que jalonan cada secuencia. La humilde pero inteligente fotografía de Gary B. Kibbe, el funcional y eficaz diseño de producción de William J. Durrell Jr. y Daniel A. Lomino, y la cínica y lánguida música de John Carpenter y Alan Howarth, hacen el resto, para una película que de menor tiene muy poco, o nada, y que con el paso de los años ha ido revalorizándose y afirmándose en la memoria de los analistas y cinéfilos. Pero por encima de todo, se trata de una película increíblemente divertida, que no decepcionará a los que sólo busquen entretenerse un par de horas.
Conclusión
Obra mayor de Carpenter, quien recuperaba el pulso de sus películas más minoritarias. Desgraciadamente, y a pesar de que recaudó tres veces su costo sólo en Estados Unidos, fue una vez más recibida como un fracaso, y en algunos sectores como una película paupérrima. No hace falta decir lo injusto de todo esto. Carpenter, harto de todo, se tomó un descanso de varios años, interrumpidos por una penosa película de la que hablaremos próximamente. En la década de los ochenta había dirigido ocho películas, alguna de ellas realmente notable. No está nada mal.