La historia no podría haber estado mejor escrita...La yuxtaposición de ricos y pobres, los roles de géneros llevados hasta la muerte, el estoicismo y la nobleza de una era que se fue, la magnificencia del gran navío superada solo por la estupidez de los hombres que lo condujeron a la oscuridad. Y por encima de todo, la lección: que la vida es incierta, el futuro desconocido...lo impensable posible. James Cameron
En los dieciséis años que han transcurrido desde su estreno, es muy probable que se haya dicho todo lo que se podría decir acerca de 'Titanic' (id, James Cameron, 1997), y este hecho pesa como una losa sobre cualquier aproximación que se pretenda hacer desde un punto de vista crítico, sea éste el que sea.
Hablar sobre 'Titanic' e intentar ser original a la hora de hacerlo es un oxímoron del mismo calibre que las mastodónticas dimensiones del malogrado transatlántico, y aun así, aun con la certeza de que mucho de lo que expondrá este texto se ha dicho ya mil veces y por mil mejores plumas que la del que esto suscribe, la oportunidad de poder verter el poso de ideas y reflexiones que estos tres lustros y constantes revisionados del filme han dejado, aterra y excita a partes iguales.
Los abismos de Cameron
Por más que el enésimo visionado que he efectuado de cara a la escritura de este artículo haya puesto una vez más de manifiesto la grandeza de un filme por el que probablemente nunca pase el tiempo, no soy de los que piensan —y nunca lo he hecho— que la asombrosa y espectacular pátina visual en la que Cameron envuelve la cinta que lo coronó como el director más taquillero de la historia del cine pueda ocultar los errores en los que, desde el punto de vista de la historia, incurre el relato urdido por el realizador.
No voy a ser yo el que señale con el dedo, como ya se ha hecho hasta la saciedad, el que 'Titanic' no sea más que un melodrama al uso de una factura excelsa —ya me dirán ustedes si no iba a tenerla con los 200 millones de dólares que costó la producción—, más que nada porque no puede caber duda acerca de que dicha historia es la que lograba, y sigue logrando, que el espectador conecte el inmenso drama humano que supone la recreación del hundimiento del buque.
Pero lo que no puedo dejar de señalar es que, como ya hemos apuntado en otras ocasiones durante este especial del realizador, antes de que su ego hubiera escalado hasta las cotas en las que se mueve hoy en día, alguien tendría que haberle dicho a Cameron que sus historias SÍ podían estar mejor escritas, y un momento en particular de la acción es el que mejor evidencia esta afirmación.
El amor como constante
Hasta que el citado momento aparezca en pantalla, el público habrá acudido a un espectacular despliegue de medios cuyo diseño de producción no escatima en esfuerzos para hacernos sentir en primera persona esa frase con la que la anciana Rose abre el gigantesco flashback que es toda la película —aquella que comienza con "han pasado 84 años y todavía puedo oler la pintura fresca..."— y Cameron pone toda la carne en el asador para que nos impliquemos al cien por cien en el esplendoroso sentido de la aventura y el arrebatador optimismo que dimana de la escena del buque zarpando.
Tanto la presentación de Brock Lovett —un espléndido Bill Paxton—, como la introducción del personaje de Rose en su doble encarnación, aquella que nos da a conocer a Jack Dawson en la piel de un convincente y enérgico Leonardo DiCaprio y, en general, la de la práctica totalidad de personajes que nos muestra Cameron en este tour de force de tres horas y cuarto, son exponente inequívoco de las grandes dotes del realizador para escribir personajes carismáticos capaces de meterse al espectador en el bolsillo con un par de frases o, más aún, sin necesidad de mediar palabra.
Apoyados en ellos como pilar más sólido de la arriesgada apuesta personal que supuso este filme, la narración de Cameron absorbe al respetable durante una primera mitad en la que el cineasta juega de forma magistral a que la tensión vaya acrecentándose en la platea de cara a cuándo llegará el inevitable desenlace de la cinta, desviando nuestra atención del fatídico destino del navío y sus pasajeros mediante una historia de amor imposible que, en su sencillez de formas, termina atrapando irremisiblemente al público y que, formando parte de las constantes del cineasta de las que tanto hemos hablado en este especial, arrebata todo el protagonismo a las sutiles metáforas que el director apunta en la cita que abre esta entrada.
Un mal remache
El barco choca entonces con el iceberg —una secuencia perfecta de principio a fin—, y el apocalipsis que siempre ha estado presente en todos los filmes del cineasta canadiense comienza a desatarse mientras la cámara nos va mostrando las muy diversas maneras en las que toma forma la sinrazón humana ante el afán de supervivencia. Y es aquí, precisamente aquí, cuando Cameron nos tiene cogidos por las gónadas y aceptamos lo que tenga en gana plasmar en pantalla, cuando el realizador decide invertir esfuerzos en un momentáneo giro argumental que siempre me ha parecido de una estulticia imperdonable y que viene protagonizado, qué duda cabe, por el personaje más endeble de toda la narración, el de Hockley.
(Ojo, spoilers) Tras uno de los momentos más emotivos de la cinta, en el que el montaje a cámara lenta se aúna con la soberbia partitura de Horner para arrancar inevitables lágrimas del espectador, Rose y Jack se abrazan creyendo que ya no tendrán que sufrir más vicisitudes derivadas de los caprichos del millonario mimado. Es entonces cuando éste le arrebata la pistola a su mayordomo y comienza a perseguir a la pareja a tiro limpio.
Mucho podría aquí argumentarse en favor de las acciones de ese ricachón que ve como una rata de alcantarilla sin un penique le está robando su posesión delante de sus narices; pero por cada argumentación orientada a defender esta absurda persecución podrían interponerse diversas reflexiones dirigidas a sacarle los colores a una escena cuya única idiosincrasia es la de alargar sin necesidad una sub-trama que, con la ejemplar destrucción del barco a su alrededor, carece ya por completo de interés.
Y la banda tocó...
Difícilmente podría afirmar que los 195 minutos de metraje queden arruinados por un argumento que, sin duda, os resultará muy endeble a muchos de los que estéis leyendo estas líneas; pero ya en su primer visionado fue una escena que logró sacarme de la completa inmersión a la que 'Titanic' me había sometido hasta entonces provocando unos instantes inciertos en los que me costó volver a entrar en el filme.
Algo que Cameron lograría con el asombroso despliegue que, trascendido ese momento, comienza a ser la cinta hasta un onírico y poético final que rubrica un filme que nunca oculta sus verdaderas intenciones: como decía más arriba, 'Titanic' es, ante todo, una arrebatadora historia de amor superpuesta a otros intereses de James Cameron como la fortaleza de su fémina protagonista, el subyacente mal de las corporaciones —aquí encarnado en el personaje de Ismay, el director de la White Star Line— o la pugna del hombre por controlar el poder de la máquina.
Para la historia y sus historiadores quedan los muchos récords que la película batió durante meses, los once premios de la Academia de los que se hizo acreedora y la (pésima) fama que el desorbitado ego de Cameron se granjeó con una cinta que, no obstante, volvía a demostrar de forma categórica que pocos narradores hay cómo él que sepan hacer frente a la grandilocuencia de un fastuoso espectáculo de la envergadura de 'Titanic' sin perder el control o, sobre todo, la personalidad.
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