En general, me interesan poco las películas biográficas, lo que no está motivado por mi desinterés hacia las vidas de personajes famosos o por descubrir, sino porque este tipo de relatos suelen armarse con una estructura de episodios desligados, en lugar de con el clásico objetivo vs. conflicto mantenido hasta el final del metraje. De ‘J. Edgar’, la película de Clint Eastwood que se estrenó la semana pasada, encuentro la parte personal como la más inspiradora. No me baso en el morbo de descubrir un secreto embarazoso sobre un hombre de estado, sino porque supone una contradicción para el protagonista, elemento que siempre se ha apreciado como el que mejor puede servir para hacer humano, polifacético y rico a un personaje. Son los dilemas los que mueven a actuar de una determinada manera a los protagonistas y las decisiones tomadas a partir de estos serán necesariamente más dignas de análisis que las que surjan de una mente serena.
La interpretación de Leonardo DiCaprio es sublime, con especial mérito en los momentos en los que hace de anciano. En ellos, no solo su maquillaje está muy logrado –no así el de Armie Hammer–, sino que además, sus movimientos y postura imitan tal cual los de un hombre mayor. Si escribo que he echado de menos una exploración más profunda de una mente desquiciada no estoy afirmando que su actuación adolezca de ningún matiz. Me refiero al perfil dibujado desde el guion: esperaría que todas esas luchas internas y externas hubiesen dado lugar a un ser aún más atormentado. Si bien los autores no lo muestran con un hombre por completo en sus cabales –principalmente en su relación enmadrada con el personaje de Judi Dench–, sí le conceden una compostura que me hace pensar en cierta benevolencia hacia él. No hablo de que esperase ver un castigo ideológico que lo mostrase como un loco debido a sus decisiones, sino a lo que parece más lógico que pudiese haber surgido de su situación. La dignidad con la que se lo muestra, si bien colabora a que la película pueda seguirse con la empatía necesaria para acompañar al protagonista, creo que al mismo tiempo también limita el retrato.
Un narrador poco fiable que cuenta en primera persona
La cara más política de la moneda me resulta más tediosa, debido a que la elección del punto de vista impide estudiar con amplias miras el mundo en el que se desarrolla la historia. El guionista Dustin Lance Black –cuyo guion de ‘Mi nombre es Harvey Milk’ (‘Milk’, 2009) dio pie a uno de los pocos biopics que defiendo– opta por una perspectiva en primera persona, más común en literatura que en cine. Se orquestan diferentes acercamientos, ya que las secuencias más íntimas las vemos en modo omnisciente y las más oficiales salen de boca de Hoover. Ambos aspectos se ven en modo de saltos al pasado, intercalados con acciones en el presente. La estructura contiene un entramado intrincado, con flashbacks de distinta condición –recuerdos y confesiones–, además de dos narraciones presentes en paralelo.
Sin embargo, el punto de vista no abandona a nuestro protagonista. Por ese motivo, la narración se centra en las oficinas de Hoover y en su hogar, dándonos una visión muy cerrada, que a mí personalmente me produce el anhelo de que el enfoque se expanda para sumergirse en las implicaciones que tuvo su mandato al frente de la agencia de investigación. Quedan fuera de la ecuación las opiniones que el director del FBI podía causar en los presidentes bajo los que sirvió o los efectos que sus decisiones tenían sobre la política del país.
Ítem más, el protagonista compone un narrador poco fiable, obligando así al público a que sea quien juzgue cada una de las escenas y dándole un papel activo con el requisito de seleccionar lo que decide creer o rechazar. La elección del punto de vista que antes decía que resultaba limitadora, por esta otra parte ofrece esta valiosa posibilidad. Es, por lo tanto, un cine hecho para espectadores maduros y participativos, no para quienes esperen recibir los mensajes digeridos. Esa dignidad de la que hablaba algunos párrafos más arriba también está justificada por esta engañosa primera persona en la que los momentos en los que sale más airoso son aquellos que él mismo dicta a sus biógrafos.
Conclusiones
En el pasado he declarado que algunas de las películas de Clint Eastwood me gustaban más que otras y he llegado ahora a la conclusión de que estas diferenciaciones no se deben a que su labor como director haya dado unas veces mejores resultados que otras. Creo que su mano certera y su saber hacer, no exento de clasicismo, siempre han estado presentes. El factor que provocaría que personalmente me convenzan más unas cintas que otras considero que reside en la elección del argumento de fondo y del enfoque. Ya que maneja temas tan variados, este cineasta algunas veces dará en lo que más nos conmueve y otras centrará sus esfuerzos en premisas que nos atañen o sorprenden poco. Pero seguir la fórmula del éxito probado no es un movimiento que se pueda considerar valiente.
En definitiva, diría que he encontrado grandes elementos en ‘J. Egdar’, pero que al mismo tiempo he echado en falta cierta profundización en el retrato del personaje protagonista y cierta expansión en el análisis de las implicaciones de su actuación. Leer cualquier comentario biográfico sobre lo que supuso en la vida real J. Edgar Hoover para EE. UU. y para el mundo entero da una sensación de consecuencias mucho mayores de su cargo que las que se perciben en el film, demasiado centrado en lo que para él posiblemente fue descomunal, pero que desde aquí se percibe como mínimo: el secuestro del hijo de Lindbergh. Si bien es lógico que el hombre del que se habla quede reducido a hombrecillo cuando se muestran sus intimidades y debilidades, la película no tendría que haber perdido la medida de lo que el ejercicio de su labor supuso para esos cincuenta años y esas legislaturas de ocho presidentes que estuvo tras la mesa del buró más célebre del mundo.
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