Para querer emular a Alfred Hitchcock hace falta tener al menos parte de su tenacidad. De sus guiones inquisitivos, sus tiros de cámara perfectos, su manejo de la tensión modélico y sus ganas de sorprender siempre al público. No es fácil ponerse a la sombra del maestro para contar historias de crímenes perfectos, falsos culpables, amores desastrosos, asesinatos que lo rompen todo y finales que dejen satisfecho al respetable: de hecho, ni siquiera Hitchcock vivía siempre a la altura de su mito. Sin embargo, Fernando Trueba ha declarado que su pretensión con ‘Isla perdida’ era hacer una película entre Hitchcock y Patricia Highsmith. Y viendo el resultado final, debería haber bajado sus propias expectativas.
Cine perdido
Nadie niega que Fernando Trueba sea uno de los nombres imprescindibles de la historia del cine español. Ha ganado dos Goyas y es el autor de obras magnas de nuestra filmografía como ‘Ópera prima’, ‘La niña de tus ojos’ y ‘Belle Epoque’, una de las cuatro ganadoras españolas del Óscar a mejor película extranjera. Y sin embargo, en sus últimos años ha ido languideciendo con propuestas como ‘La reina de España’ o ‘Dispararon al pianista’. Si esperabas que ‘Isla perdida’, rodada íntegramente en inglés, iba a ser un revulsivo y a volver a disparar su carrera, me temo que vas a tener que seguir esperando.
‘Isla perdida’ quiere ser un relato repleto de intriga y romance hervido a fuego lento en el que descubrir, lenta pero sutilmente, el alma torturada de Max, un misterioso hombre que regenta un restaurante en una isla perdida de Grecia. Pero, en su lugar, nos encontramos con un guion tan artificioso y una puesta en escena tan poco natural que resulta prácticamente imposible zambullirnos en los aparentes juegos a los que quiere jugar la película. Cuando llega el momento de hacerlo, estos no son ni siquiera mínimamente sorprendentes o enigmáticos. Quiere ser un noir, quiere ser Hitchcock, quiere ser Patricia Highsmith... pero solo son pretensiones que le quedan grandes: el resultado es un simple borrón indefinido e indefinible.
Quizá los momentos de que el gato atrape al ratón hubiesen funcionado si la relación entre Max y Álex, interpretados por Matt Dillon y Aida Folch en piloto automático, hubiera tenido algo de chispa o de química desde el inicio. Sin embargo, resulta prácticamente robótica: la atracción entre ambos solo existe porque el guion lo decide, solventando por arte de magia los 23 años de diferencia entre los actores sin que nadie se lo plantee nunca, y se mantiene sostenida en el tiempo sin que entre los dos haya la más mínima interacción que pueda sentirse como real. Es artificiosa, falsa, de cartón piedra. Como todo en la película, desde ese misterio de chichinabo, fotografías del pasado mediante, hasta esa Grecia de cine que hace las veces de escenario casi teatral que tan solo puede existir en una pantalla.
El Ba real, True Ba
Aunque lo cierto es que, por mucho que se note puramente falso, no se puede poner una pega al escenario en el que transcurre: siempre es un placer volver a la Grecia ficticia de las películas, esa mezcolanza de tradición y poco turismo en el que todo el mundo tiene un hogar mirando al mar, come en restaurantes preciosos y lleva a la gente en barco a lugares secretos.
Es aquí donde Trueba decide desarrollar una historia que, en realidad, solo necesita tres elementos: un restaurante, una casa y agua que la rodee. Esta simpleza podría jugar, sin duda alguna, a su favor... Si supiera utilizarla con sabiduría y aprovechando sus elementos narrativos. Pero no lo hace, y solo añade capas de absoluta simpleza visual a una película que ya de por sí no tiene mucho que contar.
Tristemente, la cinta de Trueba no podría ser más tópica, cayendo en estereotipos constantes: el artista torturado, la joven frívola, el amor ardiente sin motivo, el tercero en discordia (con el que, paradójicamente, sí que se intuye química amorosa), la masculinidad tóxica, la violencia inusitada y los misterios que surgen a puro golpe de guion. No se nota en ningún momento la mano de Trueba, ni en las labores estilísticas ni en la encorsetada historia.
Dillon que la quiero
De hecho, si hubiera estado firmada por un director novel podría creérmelo sin dudar: no hay nada aquí que desvele que tras ella hay alguien con más de quince cintas y decenas de galardones a sus espaldas. Es ramplona en lo visual, fallida en lo creativo e incapaz de crear personajes tridimensionales, quedándose en todos los aspectos en la mera telenovela vespertina.
Particularmente perdido (como la isla) está Matt Dillon, que durante todo el metraje y en cada frase que repite mecánicamente parece estar diciendo “No tengo ni idea de cómo he acabado aquí”. Es una conjunción de personas talentosas (Dillon, Trueba, Folch) que parecen haber agotado dicho talento de manera repentina cuando empezó el rodaje. Quiere ser una historia tan propia de Hitchcock y Highsmith que no es capaz de tener una sola idea propia o de conseguir un tono único: ‘Isla perdida’ no es una película, sino una aspiración fallida.
¿Se puede disfrutar? Puede. Por suerte, tiene momentos salvables: la música de jazz que marca parte de la cinta, el interesante personaje que se vislumbra tras Chico, las primeras escenas en el restaurante y algún que otro diálogo ajeno a la pareja principal pueden pasar la criba del romance cutre y superficial al que asistimos durante mucho más tiempo del que deberíamos. 'Isla perdida' mezcla romance tórrido, misterio enigmático y parajes increíbles en lo que debería ser un cóctel perfecto para el verano. Sin embargo, el resultado es insípido, plano y aburrido: las tres palabras con las que jamás definiría ninguna película de Alfred Hitchcock.
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