El séptimo arte, en muchas ocasiones, es una cuestión de estilo. El contenido de esta máxima es algo que puede aplicarse tanto al noble acto de narrar historias con imágenes en movimiento como, a su vez, al subjetivo proceso de digerirlas y valorarlas por parte de un público cuyas filias y fobias son determinantes a la hora de dictar sentencia, ya sea positiva o negativa, sobre un largometraje.
Mezclar cine contemporáneo y la palabra "estilo" en una misma frase conduce irremediablemente a hablar de Wes Anderson; un autor cuyo sello personal, único y difícilmente replicable, es capaz de levantar pasiones por méritos propios y, al mismo tiempo, repeler por completo a esa parte del respetable —entre la que me incluyo— que, vaya usted a saber por qué, no termina de congeniar con el tratamiento formal de sus filmes.
No obstante, he de reconocer que siempre he encontrado en esa pequeña joya llamada 'Fantástico Sr. Fox' una excepción que confirma mi animadversión hacia el cine de Anderson; haciéndome creer que sus peculiaridades como creador están hechas para funcionar a las mil maravillas en producciones animadas. Sensación que vuelvo a reafirmar con 'Isla de perros'; un ejercicio encantador, brillante y sumamente divertido.
Como cabría esperar, 'Isla de perros' se adueña de tu corazón a través de los ojos, haciendo gala de un diseño de producción en clave nipona sencillamente sobresaliente en el que el fantástico diseño de personajes —tanto caninos como humanos— se funde con un tratamiento de los escenarios magistral, dando lugar a una orgía visual en stop-motion delirante y tan —a su manera— hermosa como el mejor haiku que pueda imaginarse.
Tratamiento estético aparte, cabe destacar que todos, absolutamente todos los elementos que dan forma a este fabuloso espectáculo analógico titulado 'Isla de perros' deslumbran con un fulgor inusitado. Desde su narrativa episódica —algo descompensada, todo sea dicho, en los pasajes alejados de los canes protagonistas— hasta su intachable factura técnica, pasando por un reparto de voces estelar; las herramientas técnicas y formales con las que Anderson articula su relato muestran una precisión digna del mejor reloj suizo cuyos engranajes están al servicio de dibujar sonrisas permanentes en el patio de butacas.
Por supuesto, 'Isla de perros' no es, ni mucho menos, un largo perfecto, revelando su particular —y sentido— homenaje a la cultura japonesa y al cine de grandes como Akira Kurosawa una falta de poso que se ve reflejada tanto en su discurso como en su representación de la cultura del país asiático; algo vaga y edificada en torno a un buen número de clichés y tópicos que han dado lugar a no pocas críticas de apropiación cultural y falta de respeto.
Controversias absurdas aparte, 'Isla de perros' merece ser etiquetada como una exquisita anomalía dentro del cine animado. Un auténtico regalo para los sentidos que, además de tender puentes entre Wes Anderson y el espectador menos receptivo con su obra, nos recuerda que las filias y fobias particulares no son concluyentes para disfrutar de un largometraje cuando este supura magia entre sus fotogramas.
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