Sentí un enorme, increíble placer al ver esta película. Me reconfortó tanto. Salí del cine pensando que era posible articular una película más o menos esquemática, pensad en ‘Rain Man’ (id, 1988) e id juntando variantes de lo que no dejó de ser una película de colegas con el añadido de que no había casi intriga policíaca, es decir, una historia de superación modelada con los clichés de una gran audiencia que siempre está expuesta a una posición de compasión – pero nunca de verdadera implicación.
En este caso, apreciaba el loable intento de los cineastas por jugar con dos arquetipos que, honestamente, me caen fatal.: el chico del extrarradio francés (Omar Sy) y el viejo refinadísimo (François Cluzet), condenado por su parálisis y viviendo amargando. Pero no solamente me caen fatal a mí, le caen fatal a la mayor parte de la audiencia.: ése y no el mensaje humanista, es el secreto del éxito de la película, que te llevan por un mundo que no conoces desde una perspectiva más o menos sencilla.
La película sigue una estructura de tres actos, desembocando en un final absolutamente inverosímil, bien puntuada por la estupenda interpretación de Omar Sy, de una naturalidad asombrosa y de una elocuencia admirable, pero todo cuanto sucede es profundamente discutible y si bien la dirección es eficaz (Oliver Nakache y Eric Toledano, a la postre guionistas), jugando con una estética espectacular que mezcla una gramática clásica con el show digno de un videoclip o de un anuncio publicitario, la película presenta unos cuantos dilemas sobre los que pensar cuidadosamente.
Ahora hablemos de la película. Usaré lenguaje crudo, así que no os asustéis. Pero bien. La escena central de la película es el NEGRO POBRE bailando ante una audiencia de ricos. La audiencia de ricos acaba de escuchar un concierto – creo que es Brahsm, pero puede equivocarme porque hace calor. Y el negro sonríe, hace la clásica-sonrisa-de-personaje-de-origen-africano-que-sonríe-en-las-películas-norteamericanas y dice os enseñaré a bailar. Y empieza a bailar Boogie Wonderland de Earth, Wind and Fire.
El público de ricos, que está en casa del protagonista, mira complacido pero también sorprendido. En pleno 2011. Claro que sí. Sorprendido. Porque baila una canción de los años setenta. El público rico. Atónito, como yo, cada vez que pienso en esa escena. ¿No van los ricos a las discotecas, no movieron las caderas hace veinte o treinta malditos años? Y sobre todo ¿no han estado esnifando merca buena de colombia en los culos de prostitutas de color en sus yates? Maldita sea, no entiendo a estos ricos, qué demonios está pasando, por qué se muestran boquiabiertos al ver a una persona de color bailar un éxito de hace casi cuarenta malditos años, quien les ha condenado a escuchar las cantatas de Beethoven y les ha privado mirar una maldita televisión, quien, decidme, qué pasa en Francia.
Hay más escenas dignas de ciencia ficción que funcionan por Sy. Una de ellas es cuando el negro, pobre, se baña por vez primera en una bañera elegante. No estoy hablando de un hidromasaje excesivo, de una inmersión en aguas termales de alto standing. Sencillamente, de una bañera. Empieza a sobreactuar, a sonreír y sale y mira a todos los miembros del servicio de la casa con cara de “¡es una maldita bañera!”. En fin. Que uno pensaba que los pobres podían incluso intuir la experiencia de bañarse en un baño, pero, al parecer, el contacto con la bañera les provoca una felicidad irresistible.
¿Otra escena más? Indudablemente, el final. Nuestro amado protagonista de-las-regiones-de-la-pobreza sorprende en la oficina del paro con conocimientos de arte. Logra el puesto de trabajo. Con algo de cultura general. Consigue un trabajo, sí, ya lo sé, me repito pero ¿soy al único al que esto le parece FASCINANTE?
La película toma continuamente estas decisiones absurdas (al parecer hay bellezones de mediana edad en Francia que no ven un problema salir con personas con parálisis, siempre y cuando sean millonarias, claro) mientras el público asiste complacido. De hecho, no se violan ni uno de sus tópicos (el africano roba nada más entrar en casa de rico, también se dedica a fumar sus porretes) pero le añaden capas de sentimentalismo (efectivamente, el africano se preocupa por su hermano menor en clave paternal).
Yo siempre pensé que ‘Paseando a Miss Daisy’ (Driving Miss Daisy, 1989) era un ejemplo de Hollywood en la medida en que el contexto histórico justificaba la comedia inocente. No estoy seguro de que esta adopción de los valores hollywoodienses se resuelva más allá del placer de la audiencia que vuelve a casa con un cartel en el que se le promete que el personaje pobre ha encontrado una faena decente y, por supuesto, el rico ha resuelto sus tormentos del alma.
Debo ser el único que quiera mirar a la desgracia no desde una perspectiva puramente sentimental que sepa como dejarme exactamente en el mismo lugar en el que estaba con soluciones argumentales de cuento de hadas, sino a lomos de ella, sin excesos, entendiendo qué hace falta para luchar, para no perder la energía, para cometer errores y para cambiar.
Descubrir que, a fin de cuentas, la pobreza no es una especie de estado inferior de la ignorancia nuestra sino también parte de la vida, parte de esos errores y esos mundos que no requieren mayores complicaciones – basta con escuchar la historia de nuestros padres o nuestros abuelos – como para que estemos siempre, sentados, viendo a los otros y nunca el lugar que ocupamos nosotros.
Debo ser raro, insisto, pero esta película es tramposa, altamente entretenida y bastante perturbadora a poco que piense uno en ella. Caviaro, Maldivia, Zorrilla salieron encantados.