Algunas películas se saborean más y mejor por su calidad de obras de transición, y por su marcado carácter menor, sobre todo dentro de una obra tan densa y dilatada como la de Ingmar Bergman. Quizá porque no requieren de una agotadora lucha con uno mismo, tal como exigen la mayoría de las obras de arte más importantes que ha dado el cine. Muy al contrario, son mucho más cercanas (o al menos, es la sensación que uno tiene a menudo) y lúdicas, y dejan un mayor placer a la hora de degustarlas sin más ánimo que el de presenciar la sabiduría de un director aún en proyectos de menor envergadura como este que, sin embargo, está resuelto de forma brillantísima en la mayor parte de sus propuestas y que deja un poso de haber empleado ciento y pico minutos viendo, si no cine genial, sí un cine estupendo y refrescante. En verdad, 'Tres mujeres' ('Kvinnors väntan', 1952) representa un esfuerzo más que interesante, preparando el terreno para lo que sería su inmediata nueva película, a la que dedicaré un apasionado análisis dentro de poco, habiendo ya desbrozado los irregulares pero imprescindibles comienzos de un cineasta que cambió para siempre el cine europeo y mundial de la segunda mitad del siglo XX.
Pero también hay lugar para lo prosaico y lo industrial. En 1951 los productores suecos se habían declarado en huelga en bloque, por la brutal subida de impuestos a todos los espectáculos en un 40 %, y Bergman, para seguir trabajando, se vio obligado a rodar nueve spots publicitarios del jabón de tocador Brisa. Nadie se salva de sobrevivir en el mundo del cine, y menos cuando la impresionante crisis del cine sueco golpeaba con fuerza en los primeros años cincuenta. Yo no he visto esos nueve spots, por supuesto, pero sí he visto 'Tres mujeres' y creo que ningún bergmaniano de pro (y tampoco los que se inician en su cine) deben perdérsela como una de las muestras más sorprendentes y, en cierto sentido, más sensuales y sugerentes del talento cada vez más incontenible de su realizador. Volver a verla otra vez significa disfrutar de un cine que no pretende grandes alturas estéticas pero que se erige en un artesanal y brillantísimo relato tragicómico, con Bergman ejercitando con soltura el músculo de la versatilidad, y con su merecida fama de gran director de actrices cada vez más evidente.
Tres mujeres, tres historias y tres aciertos
Pocas veces Bergman se ha mostrado tan humilde y tan certero contando pequeñas historias cotidianas que devienen grandes dramas gracias a la potencia de su aliento lírico. Es como si lo que más le importara en el mundo fueran los sentimientos, los recuerdos, los momentos más dolorosos de sus criaturas, algo que se mantiene en sus piezas magistrales y que le aleja mucho de ese autor críptico, simbolista y hasta elitista que muchos han querido ver en él durante décadas. Aquí, es contenido hasta en el más mínimo detalle, narrando con paciencia los recuerdos de estas tres amigas que le cuentan a una cuarta la historia de su enamoramiento y posterior desilusión de tres hombres que lo tenían todo para vivir con ellas una vida plena y sin problemas y que han sufrido mucho por su propia desidia y por la fragilidad extrema de sus cónyuges. De modo que volvemos, por enésima vez (y las que quedan) a las amarguras de la vida en pareja, pero desde un punto de vista casi insólito: el de tres caracteres femeninos que observan su pasado con una mezcla de ironía, culpabilidad y distanciamiento emocional...justo el que no posee la oyente, auciada por las dudas hacia su marido, relativizando el amor romántico, perdiendo pues la inocencia.
Por eso no es de extrañar que las cuatro actrices protagonistas (Anita Björk, Eva Dahlbeck, Maj-Britt Nilsson, que había maravillado en 'Juegos de verano', y Aino Taube, imposible quedarse con ninguna) tengan muchísimo más interés en pantalla que los cuatro actores protagonistas, incluído el actor fetiche de Bergman, Birger Malmsten. El juego de relaciones, rasgos de personalidad, réplicas, contrarréplicas, gestos y objetivos ulteriores de estos cuatro caracteres representa, simple y llanamente, el Himalaya para el 99 % de los directores, incapaces me temo de llevar a cabo una indagación tan lírica y realista de las pulsiones femeninas en particular, y de las angustias del ser humano en general. Pero nunca, en sus mejores trabajos, desde el morbo fácil o las conquistas precedentes, y siempre desde la elegancia y una concepción del cine tan honesta como despojada de énfasis melodramático, ese que tan mal sienta a su cine y que de cuando en cuando aparece en su filmografía.
Uno de los aspectos más destacables, y que pocas veces he tenido ocasión de ver resaltado en comentarios o reseñas acerca de esta película, es el sentido visual de 'Tres mujeres', película filmada en un aspect ratio de 1.37:1 (tal como dictaban los cánones de la época), es decir un formato bastante cuadrado y poco susceptible de profundidades, y sin embargo Bergman, con su operador Gunnar Fischer, le saca el máximo partido con una planificación sorprendentemente expresiva, que se beneficia de los aprendizajes del expresionismo alemán, y que elabora un concienzudo juego de picados y contrapicados, de espejos y segundos términos, nunca al servicio de un simbolismo artificial, y siempre apoyando una historia (con guión propio basado en un texto original de Gun Grut) en la que cree con total convicción, y en la que es muy difícil encontrar una falla de ritmo, aunque está desgajado en cuatro bloques muy diferenciados y casi con tonos y atmósferas diferentes. Una historia es de la alta sociedad, otra es casual, otra intimista. En una Bergman es cómico y hasta entrañable, en otra es conmovedor bordeando la tragedia, en otra el humor negro preside casi toda la trama. Y, milagro, construye un todo basado en la misma mirada.
Hasta aquí podemos considerar, con todas las salvedades y discrepancias imaginables de cada bergmaniano, una primera etapa de Ingmar Bergman. Ninguna es una película magistral, aunque dos de ellas, 'La sed' (‘Törst’, 1949) y 'Juegos de verano' ('Sommarlek', 1951) son bastante notables. También hay ejemplos de un Bergman equivocado, confuso y hasta olvidable, como en 'Esto no puede ocurrir aquí' ('Sånt händer inte här', 1950) o 'La alegría' ('Till glädje', 1950). Todo un camino de preparación, desarrollo y acopio de confianza para construir una mirada propia e inclasificable que va a derivar en unos años cincuenta tremendamente brillantes y en unos sesenta absolutamente deslumbrantes, que le auparían entre los directores-autores más aclamados de su generación en toda Europa. Y todo esto sin abandonar jamás su faceta de consagrado director de teatro, dramaturgo y hasta ensayista, lo que es una toda una hazaña. Pero no adelantemos acontecimientos. Eso sí, pedir al lector que vaya viendo 'Un verano con Mónica' ('Sommaren med Monika', 1953), en mi opinión, uno de los cinco o seis Bergman esenciales.