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'Hoy empieza todo', la infancia de los inocentes

El cine social, las más de las veces (para qué vamos a engañarnos), es un panfleto que juega al adoctrinamiento y que se reviste de un carácter ilustrativo para dar más alcance a su discurso. También es un ejemplo de cine de escaso vuelo estético, como si las miserias de la vida cotidiana impidieran a los realizadores desarrollar un relato lírico, dinámico y personal, sometidos a una ilusoria servidumbre hacia la realidad, que en verdad es mucho más poética de lo que los conductistas y los materialistas pueden sospechar.

Por suerte, el francés Bertrand Tavernier no es uno de esos realizadores, y en su obra cumbre, ‘Hoy empieza todo’, da buena muestra de ello. Tavernier, un izquierdista muchas veces radical, era uno de los directores más odiados por los críticos de los principales diarios parisinos en los años noventa (ahora no tanto) y muchos de ellos acogieron este brutal retrato del tercermundismo galo con virulencia. No ocurrió así en el festival de Berlín en 1999, donde fue ovacionada, certamen en el que los aplausos parecen tan caros, pero que duraron más de treinta minutos tras el visionado de esta obra de arte.

‘Hoy empieza todo’ es, posiblemente, el filme más contestatario, subversivo, humanista en muchos años de cine. Viéndolo, sentimos en nuestro interior la energía necesaria para combatir la injusticia que campa a sus anchas por una sociedad amorfa, despiadada, demente. Pero, al mismo tiempo, y ese es su gran logro, posee un acento lírico arrollador, casi catártico, que impregna cada secuencia con una alegría casi desesperada de vivir, que es un concepto inherente a todo el cine de Tavernier, uno de esos directores fundamentales del cine europeo, un artista imperfecto pero generoso, sincero y apasionado.

El héroe: el director de un parvulario

Sólo puede describirse de una manera el comienzo de este relato: un zarpazo conmocionador. Nos situamos, de manera admirable, en una zona deprimida (social, cultural y económicamente) de la Auvernia francesa, en una de esas geografías donde la minería ha dado paso a la especulación, y donde esos miserables mitad tiburones mitad hienas, que llaman políticos, se aprovechan de la chusma para apropiarse del poder. Poblaciones como esa las hay en Francia por doquier, pero también en Inglaterra, y en España. Son lugares donde el trabajo duro ha dado paso a la inactividad, la desesperanza, la soledad, el alcohol, los piojos. Para Tavernier son los lugares más importantes de la Tierra, porque para Tavernier esa chusma, esa gente, es la que verdaderamente importa.

Enseguida conoceremos a nuestro protagonista, Daniel Lefebvre, un tipo trazado con manos de seda por el director Tavernier y el prodigioso intérprete (en el papel de su vida, y tiene muchos muy buenos) Philippe Torreton, un director de escuela y profesor al que no solo se le da muy bien su trabajo, sino que, a diferencia de la mayoría de funcionarios de ese gremio, actúa y se preocupa por sus alumnos y las familias de esos alumnos. No es un cruzado, ni se siente como tal, ocurre simplemente que su terquedad y su dignidad le impiden plegarse a las dificultades de los servicios sociales, a la incapacidad de los gobernantes. Es consciente de las dificultades por las que atraviesa la región, quizá porque su padre fue minero, y quizá porque su interés en la educación de los niños le acerca al drama real, no maquillado, de sus progenitores.

Pronto comprenderá que para conseguir algo en la Francia burocrática de los años noventa (y cómo será ahora…) ha de luchar mucho para no conseguir absolutamente nada, y que la despiadada maquinaria gubernamental es capaz de dejar sin luz ni calefacción (en pleno invierno) a familias con hijos pequeños cuando no pueden pagar la cuenta. Así es la vida, pero Lefebvre no es un tipo cualquiera, su pensamiento es al mismo tiempo realista y elevado, y sus poemas (que oiremos a menudo con su voz en off, a la manera de pensamientos irreprimibles) muy elocuentes: “¿qué nos retiene aquí? ¿El amor? ¿La infancia?”

La infancia como bien supremo, y los profesores como guardianes mal pagados, maltratados, agotados, de ese bien supremo, que es la inocencia del mundo. Para Tavernier, no hay nada más importante, más valioso, y este poema pedagógico es un homenaje dedicado a ella. Mientras otros se dedican a contarnos tragedias sangrientas, este artista se dedica a trascender la zona más preciosa de nuestra existencia.

Una puesta en escena vigorosa, inolvidable

Al contrario que otros cineastas que parecen tener miedo de lo que están contando, la cámara de Tavernier, valiente y audaz, parece estar viva, siempre nerviosa y palpitante, como un huracán que nos arrastra, a menudo muy a pesar nuestro, a una vorágine de realidad. Es como si el realizador galo nos agarrase con elegancia del brazo y nos zambullese en la desolación que es el día a día de cualquier vecino, de cualquier barrio, en cualquier ciudad. “No hagas como si nada, no ignores la realidad, fíjate bien”, parece decir su cámara, de una fluidez y una contención (en medio de tanto drama) en verdad portentosos.

Mientras otros directores despreciables (a todos se nos ocurren nombres, ¿no es cierto?) harían un espectáculo morboso y repugnante de tanto dolor, Tavernier se sirve de su infinita compasión y nobleza para acercarse a la pobreza, la delincuencia juvenil, los malos tratos, el aislamiento emocional. Hay que tener las ideas muy claras, y un par de huevos, para hacer las cosas así, y así de bien. Un ejemplo: en una de las mayores tragedias del relato, la cámara echa a correr con espanto acercándose a la catástrofe, la música (que aquí sería una profanación) está ausente, la mirada se pasea entre los cadáveres. Pocas veces un director ha tenido los redaños de mirar un horror tan real tan de frente.

Otro ejemplo: siendo los niños tan susceptibles con una cámara delante, y muchos maestros actores no profesionales, sino maestros de escuela, la cámara se introduce, con pulso documental pero vocación narrativa, en los meandros de la escuela, llegando a inmiscuirse, cruzarse y fundirse con la presencia de docenas de personajes, sin perder jamás el rumbo ni hacerse etérea. Realmente, estamos allí. Estamos cuando el director enseña a pensar a los niños y a formar palabras.

Conclusión

Obra de arte mayor, compulsiva, generosa, redentora, que debería hacer caer la cara de vergüenza a todos aquellos cineastas que en lugar de interesarse por el cine, y su capacidad de arrastre emocional y de certero documento de la condición humana, se dedican a la pornografía de la sangre por la sangre, o al morbo fácil del fotógrafo al que le es más natural la impostura que el dolor humano.

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