En 1952, Roald Dahl escribió una historia corta titulada ‘Piel’ en la que un hombre tiene una obra maestra tatuada en su espalda, que todos los coleccionistas quieren pero no vale de nada mientras esté vivo. En 2006, basándose en este cuento, el artista Wim Delvoye, autor de obras como ‘Cloaca’ (que transforma la comida en heces), se basó en el libro de Dahl para crear ‘Tim’, en la que tatuó la espalda de un hombre, Tim Steiner, por el que un coleccionista alemán pagó 150.000 dólares y que, literalmente, le despellejará tras su muerte. Así, de buenas.
Esta historia de la vida imitando al arte tiene un nuevo giro con ‘El hombre que vendió su piel’, una película basada en el hecho real inspirada en el relato de Dahl. Pero la obra de Kaouther Ben Hania va más allá de la parodia del mundo del arte, y trata de explorar la pertenencia a un lugar, la desesperación tras un destino inamovible y el drama de Siria. La mezcla de todos los elementos no es todo lo uniforme que debería ser y el final añade un truco de magia innecesario, pero podría haber sido una pequeña gran joya si se hubieran tomado el tiempo en pulirla más. Os contamos por qué.
La piel que (no) habito
‘El hombre que vendió su piel’ es caótica por culpa de su propia ambición. Se niega a convertirse en una crítica más del arte vanguardista (como ‘The Square’ o ‘Velvet Buzzsaw’) y empieza a meter más ingredientes para enriquecer la película: es a la vez un comentario sobre los refugiados, una historia de amor imposible, un relato del drama de la guerra y, de propina, el retrato de un personaje completamente perdido en la vida. Demasiados palos que tocar en una película que no necesitaba trascender de esta manera.
La parte donde está más acertada es en la que plantea diferentes debates éticos en torno al mundo del arte y, en particular, a la obra que Sam Ali lleva tatuada en la espalda: un gigantesco visado Schengen que, paradójicamente, es lo que le ha dado la posibilidad de conseguir un auténtico visado para vivir en Bruselas, vivir a todo tren y ganar una fortuna. El acercamiento a la obra de arte y la explicación de la misma podría aparecer cualquier día en el telediario, pero ‘El hombre que vendió su piel’ va más allá: ¿Hasta qué punto es lícito mostrar a una persona en un museo como si fuera una cosa? ¿En qué se diferencia del tráfico de personas? ¿Es válida la humillación y la exposición al gran público a cambio de dinero? ¿Qué pasa si el lienzo dice “No”?
Desde los primeros compases de la película reconocemos a Sam Ali, un buscavidas con cabeza cuya dignidad no quiere poner en entredicho: es el tipo de persona que aceptaría tatuarse una obra de arte a cambio de dinero y poder escapar así de la miseria. Pero a medida que la película avanza, se da cuenta de que su personalidad (y, por tanto, su dignidad) cae en el vacío desde el mismo momento en que se presta a ser observado y fotografiado, sin posibilidad de interactuar con “su” público. Lo que en un principio parece una ganga termina negándole como persona hasta el punto en que reivindicarse como humano más que como obra de arte pasa a ser una obsesión que cumplir cueste lo que cueste.
Las vicisitudes de Sam Ali como obra de arte suponen la columna vertebral de la película, pero comete un error al no centrarse en su agobiante estado de ánimo. En su lugar, ofrece interludios en los que trata de recuperar al amor de su vida, ahora casada con un mandatario sirio, que si bien hacen explotar algunos de los mejores momentos de la cinta terminan resultando algo tediosos por su inverosimilitud: la relación entre ambos parece falsa, y solo avanza (en una estupenda escena, todo sea dicho) cuando el guion cree que es hora de hacerla avanzar, sin una evolución orgánica. ‘El hombre que vendió su piel’ tiene más dudas éticas que corazón.
Se hizo un tatú
Y si la historia de amor se queda corta, el comentario sobre la guerra en Siria es aún más banal, llegando a una culminación grotesca en la que, de pronto, la película rompe su tono y se convierte en una especie de ‘Ahora me ves’ que redefine la relación entre autor y obra pero que no funciona ni como giro sorpresa ni como final natural de los acontecimientos.
En sus primeros compases, parece que ‘El hombre que vendió su piel’ va a ser un relato sobre las injusticias a los refugiados, los ataques a la libertad de expresión y la represión de un pueblo agotado, pero cuando vuelve a ello lo hace de manera tangencial: como marco que envuelve la película es débil porque parece que ni la propia película está interesada en hacer este comentario social. Es lícito, pero el conjunto habría mejorado mucho sin tratar de ponerse la medalla, comenzando tras su viaje a Líbano y su intento de ganarse la vida allí.
Tampoco es que el comentario sobre la vanguardia del arte occidental sea perfecto, aunque es válido y, por momentos, inteligente. La película no termina de decantarse entre la crítica y la parodia, llevando al espectador a momentos de absoluto desconcierto en los que no se sabe si reír, llorar o todo lo contrario. No es algo negativo per se, y ayuda a crear el ambiente enrarecido que se convierte en protagonista del segundo acto, pero a veces parece más chapuza de la película que un tono buscado a posta.
El hombre que filmó su piel
Eliminando los problemas que podamos tener con su convulsa trama, a nivel técnico es una película estupenda. Esta es la segunda cinta de la tunecina Kaouther Ben Hania, y ya sabe aprovechar los espacios como un auténtico veterano. Los travelling que siguen a Sam Ali por el museo retratan a la perfección el estado de ánimo del personaje, de la misma manera que los enfoques con los que juega en la propia exposición resultan tan asfixiantes como acertados.
Ben Hania levanta ‘El hombre que vendió su piel’ y la lleva mucho más allá de lo que su guion hace prever. De hecho, no es de extrañar que esta fuera la única película de la historia de Túnez escogida por los Óscar para participar en la categoría de Mejor Película Internacional el año pasado, aunque, como todos sabemos, fue ‘Otra ronda’ la que se llevó el gato al agua. O, más bien, a la cerveza.
Sam Ali está brillantemente interpretado por Yahya Mahayni, un actor que tiene lazos con España (estudió Derecho en la Universidad de Granada) y que se llevó a casa el premio a mejor actor en Venecia dentro de la sección Horizontes, aunque podría perfectamente haber defendiendo una nominación al Óscar con la cabeza bien alta. Su actuación es tan portentosa que incluso logra evadir nuestros ojos de la gran estrella de la función, Mónica Bellucci, en un papel secundario en el que cumple a la perfección.
En resumidas cuentas
‘El hombre que vendió su piel’ es una película que funciona como crítica del mundo del arte contemporáneo y retrato de una persona que siente su dignidad perdida, pero que se pierde en un mar de subtramas que aguan sus logros. Pese a todo, merece la pena verla por la estupenda actuación de su reparto y una dirección a prueba de bombas. Perfecta para pensarse las cosas dos veces antes de entrar a un museo de arte moderno.
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