Te voy a contar la historia de la mano derecha y la mano izquierda. Es una historia sobre el bien y el mal.
-Radio Raheem.
Spike Lee ha pasado de ser un cineasta admirado y reconocido a convertirse en un personaje. Esto quiere decir que ya es más famoso por sus opiniones que por sus películas. Y en cierto modo es una pena. Las ideas del individuo público me parecen más que acertadas en ocasiones —su fantástico documental de denuncia sobre el desastre del Katrina (‘When The Leeves Broke’, 2002)—, en otras discutibles —sus afinidades con personalidades tan irritantes como el reverendo Farrakhan— o directamente estúpidas —las críticas a Clint Eastwood por no utilizar negros en el film ‘Banderas de nuestros padres’, como si la negritud fuese un peaje a pagar por todos los cineastas para no ser tachados de racistas—. Y es una pena, digo, que el personaje haya fagocitado al cineasta, porque Spike Lee tiene en su haber al menos dos películas fantásticas: ‘Fiebre salvaje’ (‘Jungle Fever’, 1991) y ‘La última noche’ (25th Hour’, 2002), y una que roza la Obra Maestra y que analizamos a continuación: ‘Haz lo que debas’ (‘Do the right thing’, 1989).
Estamos en 1989. Lugar: Brooklyn, una de las zonas más multiétnicas, deprimidas y problemáticas de toda la ciudad de Nueva York. Aún faltan dos años para que detengan y apaleen a un ciudadano negro llamado Rodney King, y tres años para que estallen los disturbios raciales de Los Ángeles. Pero la semilla de todo esto ya flota en el ambiente. Estamos en pleno verano pero será el invierno del descontento para un grupo de minorías raciales amontonadas en el espacio del pequeño barrio de Bedford-Stuyvesant. Amanece el que será el día más caluroso del año. Y las cosas van a estallar. Atención, contiene SPOILERS.
Pocos títulos de crédito tienen tanta fuerza como los de esta película: Rosie Pérez baila y boxea al compás de “Fight the power”, de los “Public Enemy”. Tras ella, escenarios callejeros con un fuerte aire teatral. La obra que se va a representar ante nuestro ojos comienza. Y lo hace gracias a la figura de Moozie —el propio Spike Lee— un joven pizzero al que seguiremos mientras reparte los pedidos conociendo así al barrio y su gente. La cámara es juguetona: salta de un personaje a otro con facilidad y en poco tiempo, el espectador se siente uno más del barrio. Y éste rezuma vida por los cuatro costados. Los colores de las paredes, de las casas, de la ropa de sus habitantes son una explosión de luz. Aquí no hay un retrato deprimente de una sociedad deprimida. No estamos en el terreno de Mike Leigh. Los problemas son grandes, sí, pero esta es una película joven, vital. La luz es muy cálida, es éste un film solar. Pero el calor que aplasta a los personajes, también los inflama poco a poco por dentro.
Y qué personajes, oigan. Es en este apartado donde la película juega sus mejores cartas: la ardiente novia portorriqueña de Mookie, eternamente insatisfecha; los tres gandules que arreglan los problemas del barrio sentados bajo una sombrilla mientras trasiegan cerveza; el joven retrasado que vende postales del “doctor” Martin Luther King y Malcom X; el exaltado amigo de Mookie, que quiere cuadros de gente negra en la pizzería de Sal; el propio Sal, un entrañable cabezota encarnado por Danny Aiello y sus hijos, sumiso uno, eternamente cabreado y racista el otro —fantástico John Turturro—; el mítico Radio Raheem y su enorme “loro”; el alcalde, un viejo borrachín al que nadie hace caso y su eterno amor platónico, Mother Sister. Son nombres sonoros, contundentes, que hacen honor a sus portadores, seres humanos llenos de vida e imperfecciones. Todos ellos apasionantes y universales. Estaríamos horas oyéndoles hablar. Sus diálogos, réplicas y contrarréplicas que se suceden a la velocidad del rayo en un slang que es puro ritmo, tienen el fraseo del mejor rap. Spike Lee obra el milagro: en un momento u otro, empatizamos con todas sus criaturas. Quiere a cada una de ellas y eso se nota. Vaya que si se nota.
El tema del film es el racismo, como en la práctica totalidad de la obra del señor Lee. Pero aquí no hay discursos de buenos y malos, y el director es tan severo con su raza como con las otras. En una fantástica escena, nos explica a la perfección el estado de las cosas: los distintos grupos étnicos se dirigen a cámara vertiendo todo el odio y prejuicio que sienten hacia otra raza en concreto. Italianos a negros, negros a blancos, que odian a los puertorriqueños, éstos a los coreanos, que a su vez se ciscan en los negros y volvemos a empezar. Spike Lee nos dice que cuando uno pertenece a una etnia racial débil, humilde y maltratada por la sociedad, sólo queda autoafirmarse y luchar por el pequeño terreno del que se dispone. La mejor defensa, el ataque. Y poco a poco las cosas se caldean en ese caluroso día, a pesar de las llamadas al orden del locutor de radio/narrador “Daddy Love” —encarnado por Samuel L. Jackson—. Las tensas relaciones se van agriando cada vez más hasta que llegamos a un punto de no retorno: Sal destroza la radio de Radio Raheem al negarse éste a bajar el volumen. Comienza una gigantesca pelea en la que interviene el orden público únicamente para explosionar las cosas: Radio Raheem muere en manos de la policía y el caos se desata en el barrio. Es muy duro ver cómo Mookie, quizá uno de los personajes más conciliadores, es el que prende la mecha del incendio final rompiendo las ventanas de la pizzería. Al poco, el negocio de Sal arde en llamas y hasta la dulce Mother Sister grita. “¡quemadlos!”. La comedia se ha convertido en un drama de Tennessee Williams. Un final desolador.
Al día siguiente sólo queda recoger los pedazos y, de alguna manera, afrontar el mañana y volver a empezar. La vida sigue, y en el mundo, ya sea Brooklyn, Harlem, París o Lisboa, las cosas no son blancas ni negras. En una película donde el color lo inunda todo, Spike Lee nos muestra una enorme variedad de grises. La música de jazz sube y termina la representación. Se cierra el telón mientras nos sentimos aún más confundidos que cuando empezó todo.