“Harry Potter, el niño que vivió... ha venido a morir. ¡Avada Kedavra!” – Lord Voldemort
Bueno, pues todo ha terminado. Casi diez años, y ocho películas, después, uno de los mitos del cine comercial norteamericano ha llegado a su fin y todo el mundo, o casi, lo está viendo en los cines este fin de semana. En lo personal, no comparto los aplausos que acompañan el final de la proyección, el fanatismo ni la nostalgia por una serie que, en su mayor parte, no ha aportado nada significativo al gran cine de aventuras, aunque sí ha aportado millones de dólares a una industria que anda bien necesitado de ellos. Ya se sabe, esto del cine es un negocio muy caro, y productos como Harry Potter representan una inversión más que segura. La película está recaudando lo inimaginable, y aún recaudará mucho más en semanas venideras y en el mercado doméstico. Al menos, la conclusión, dividida en dos partes, es más que digna, y los que nos acercamos a una sala de cine, ese lugar sagrado que tantas veces nos ha hecho más lúcidos o nos ha ayudado a olvidar por un par de horas el gris presente, no salimos defraudados, seamos fervientes seguidores o no. La franquicia ha conseguido su objetivo más allá del éxito: perdurar en el linaje de las aventuras juveniles.
No estoy en absoluto de acuerdo con los que dicen que hay que valorar al díptico final como una película completa. Ambas han sido distribuidas con meses de diferencia, y la experiencia emocional de una tarde de julio es autosuficiente. Los largometrajes se valoran en lo personal, en lo anímico, por su existencia independiente. La primera parte, que significó una sorpresa tan grande en su momento, la magnífica ‘Harry Potter y las reliquias de la muerte: parte I’ (‘Harry Potter and the Deathly Hallows, part I’, David Yates, 2010) se cortó de una forma que devolvía a la saga cierto espíritu folletinesco, muy de agradecer. Era probable que la segunda parte de la historia final continuara beneficiándose de la solidez de la primera, de su enigmático encanto. Y así ha sido, aunque, en el fondo, se echa en falta a un verdadero creador capaz de sorprender y de estremecer con un climax que sólo se cumple a medias, y que no satisface del todo a los que esperábamos un final apoteósico.
El caso de David Yates es en verdad extraño. Nadie en sus cabales considera otra realidad que ésta: está claro que no es más que un artesano, un profesional, colocado por la Warner para llevar a cabo un encargo lujoso. El de dirigir las últimas cuatro películas, ajeno a los divismos o las necesidades artísticas de otros directores de mayor talento que el suyo, como el de Alfonso Cuarón (uno de los pocos verdaderos creadores del cine actual). La quinta parte, con un guión que se ceñía a la irregular quinta novela, contó con una realización suya más académica imposible. La sexta, destrozando la mejor novela, no fue muy diferente en cuanto a dirección. La séptima fue otra cosa. Este director, curtido en tv movies, demostraba una serenidad, un empaque en la realización, que era impensable con sus créditos previos. Es lo que tiene trabajar y tomarse en serio lo que haces. Ahora, en esta octava y definitiva película, muchos de los dones de la séptima vuelven a encontrarse aquí: una ejemplar dirección de actores, un sentido de la atmósfera notable, un ritmo más que notable. Pero a la hora de rematar una de las sagas más rentables de todos los tiempos, a Yates le falta contundencia, fuste, imaginación. No llega a ser un gatillazo, pero cerca le anda.
Un icono autoconsciente de serlo
La confrontación entre Harry Potter y Tom Riddle/Lord Voldemort, tiene algo de la confrontación, mucho más esperada, entre Anakin Skywalker y Obi-Wan Kenobi: tanta es la expectativa, tanta la fe (y esa es la palabra) depositada en ese momento audiovisual, que haría falta un creador superlativo para no defraudar al espectador. Y si George Lucas nunca lo fue, muchísimo menos David Yates. Hay algo decididamente endémico, ausente de las imágenes de los veinte minutos finales. No es falta de convicción, es que el mito no está a la altura de sí mismo, por mucho que cada plano, cada corte, sea consciente de que llegó el final, pensando siempre en los anhelos de los cientos de millones que los verán en una sala de cine. Por suerte, antes de eso, Yates, su guionista Steve Kloves, y su equipo de cineastas han continuado con esa tensión inasible, ese oscuro relato, que en la anterior parte de este díptico devolvió la ilusión por una aventura sólida y bien hilvanada, sin duda favorecida por la ausencia de vasallaje hacia la representación de un año escolar entero en Hogwarts, lo que redunda en el dibujo de docenas de personajes, todos ellos capitales para entender el final del relato.
Harry, Ron y Hermione continúan en la búsqueda de los horrocruxes, lo que les llevará a descubrimientos cuantos menos sorprendentes, y en el camino, se encontrarán en una defensa de Hogwarts que recuerda a tantos relatos en los que un grupo de personas, encerradas, se enfrentan a una amenaza exterior. Todo comienza con una secuencia a modo de prólogo que es impresionante y que mete al espectador de cabeza en un drama de fantasía que se construye con total naturalidad, aunque se vea interrumpido por una serie de visiones de Potter resueltas visualmente con un estilo que no me agrada demasiado, consistente en cortes de montaje más cercanos al videoclip que al cine. Por suerte, de nuevo, sucesivas visiones de Harry respecto a los movimientos de Voldemort estarán mucho mejor filmadas. Como bien filmada está la incursión del trío en Hogsmeade y la presentación del hermano de Dumbledore, interpretado por ese actor de carácter que es Ciarán Hinds.
La subsecuente batalla en Hogwarts dará lo prometido, en cuanto a intensidad, aunque muchas cosas (la muerte de algunos personajes muy queridos y realmente bonitos) será escamoteada en el montaje, así como una mayor sensación de pérdida y una mayor oscuridad. Pero la película echa el resto en dos momentos fundamentales: el magnífico flash-back que explica las verdaderas intenciones de Severus Snape (genialmente interpretado por el gran Alan Rickman, y uno de los personajes más formidables de la saga) y el encuentro de Harry con sus seres queridos fallecidos. Ahí sí existe una sensación de pérdida, de orfandad, terrible, emocionante, que le hace a cualquiera (sea seguidor o no de la franquicia) un nudo en el estómago, por la contención y la verdad que se extrae de esas imágenes y esos sonidos. Y si hablamos de sonidos, son muy superiores a los efectos visuales, pues cada objeto (los horrocruxes, la espada de Gryffindor, las varitas…) posee un sonido identificativo, y cada secuencia está muy cuidada en el aspecto sonoro, como corresponde a una aventura audiovisual moderna.
Tanto Radcliffe, el menos dotado del trío de protagonistas, como Watson y Grint, soportan el peso de la acción de esta película con envidiable solidez, y salvo soluciones dramáticas que no termina de funcionar como deberían (la sorpresa de Harry al final, el enamoramiento de Hermione y Ron) casi todas las escenas están muy bien dirigidos, con una intención clara, y una puesta en escena más que profesional. El genial operador portugués Eduardo Serra crea algunas imágenes superlativas, como el Hogwarts destruido al atardecer, el Hogsmeade nocturno iluminado tan solo por fuentes de luz apagadas, las catacumbas fantasmagóricas de Gringotts, los claroscuros de la sala de los menesteres. No tengo duda de que él es el gran artífice de las imágenes más potentes de estas dos películas, por ser Yates un director tan impersonal. En otros casos sería, quizá, diferente. Y el gran músico, el más grande de la actualidad, Alexandre Desplat, entrega una partitura turbia, estremecedora, muy superior a veces a la mirada del director, y por eso la enriquece y la completa. Sin ser tan redonda como la primera parte de este díptico, el placer de vivir una aventura tan grandilocuente es casi inevitable, como inevitable es la búsqueda de aventuras todavía superiores.
Conclusiones
Menos impresionante que la primera parte de este díptico, ‘Harry Potter y las reliquias de la muerte: parte II’ es una conclusión más que aceptable de una saga que a tanta gente ha encandilado a lo largo de una década. Sus defectos, algunos, y sus virtudes, bastantes, alegran la existencia de los cinéfilos que, como yo mismo, esperan el resucitar de un género, el de aventuras, necesitado de grandes talentos. Se acabó la saga. Ya vendrán otras. El tiempo dirá si realmente mereció la pena.