Los dos estrenos de gran relevancia que llegarán de cara al fin de semana a la cartelera son lo que se encuentran detrás de las cinco entradas que dedicaremos desde hoy hasta el viernes a sendos filmes que, centrados alrededor de la figura de Tom Hanks, servirán de repaso tanto las tres colaboraciones del actor con Steven Spielberg para así preparar el terreno a 'El puente de los espías' ('Bridge of the Spies', 2015); como de dos de los que han unido al intérprete con Ron Howard, que desembarcará en tres días con 'En el corazón del mar' ('In the Heart of the Sea', 2015) la aproximación del pelirrojo cineasta a los hechos que inspiraron a Herman Melville para redactar esa fascinante novela de aventuras llamada 'Moby Dick'.
Y si vamos a revisar dos y no los tres que han unido a Howard y Hanks a día de hoy, es por la sencilla razón de mis pocas ganas de volver a acercarme a 'Ángeles y demonios' ('Angels & Demons', 2009), muy irregular filme que adaptaba la muy irregular novela con la que el controvertido Dan Brown presentaba al mundo en el año 2000 a Robert Langdom, el profesor que tres años más tarde se convertiría en protagonista de ese best-seller llamado 'El código Da Vinci' que vendió más de 80 millones de copias en todo el mundo y que sirvió de base para la cinta que ocupará nuestra atención el próximo viernes.
Así las cosas, centremos ya el discurso y viajemos dos décadas en el pasado a ese mes de septiembre de 1995 en el que arribaba a nuestros cines 'Apolo 13' ('Apollo 13', Ron Howard, 1995) una de las producciones más importantes de aquél año por motivos que, rubricados por sus varios premios y por las diez nominaciones al Oscar que obtuvo —llevándose a casa sólo dos—, quedaban encabezados por la espléndida labor de su director, el soberbio trabajo de TODO el magnífico reparto, el asombro que suponían los efectos visuales y, por supuesto, la épica que añadía al conjunto el estupendo trabajo compositivo de James Horner.
Las injusticias de la Academia
De hecho, es de Horner quien quisiera hablar primero a través de una pequeña digresión algo tangencial a la cinta de la que es objeto esta entrada. Hasta 1995, el compositor fallecido en accidente de avión el pasado mes de junio había dado muestras más que sobradas de un talento arrebatador que le había hecho merecedor de tres nominaciones, dos a la Mejor Banda Sonora por 'Aliens, el regreso' ('Aliens', James Cameron, 1986) y 'Campo de sueños' ('Field of Dreams', Phil Alden Robinson, 1989); y una a la mejor canción en 'Fievel y el nuevo mundo' ('An American Tail', Don Bluth, 1986).
No habiendo conseguido la preciada estatuilla en ninguna de las dos citadas ocasiones —le fueron arrebatadas por Herbie Hancock y Alan Menken—, que 1995 había sido el año de James Horner era algo que ponían de manifiesto cinco de las seis partituras que el maestro escribía para sendos filmes estrenados durante aquellos doce meses. De ellas, dos serían seleccionadas por la Academia para optar por el Oscar: la de 'Apolo 13' y esa obra maestra absoluta de belleza lírica sin par que es el score de 'Braveheart' (id, Mel Gibson, 1995). Pero en el destino de Horner iba a cruzarse un cartero y la legendaria capacidad de los Oscar para ir a parar a los menos merecedores del galardón.
Por aquél entonces, el que esto suscribe contaba con veinte años y llevaba unos cinco pernoctando la noche de los premios aún teniendo que madrugar al día siguiente para atender mis obligaciones estudiantiles. Aquella jornada nocturna del 25 de marzo de 1996 en la que 'Braveheart' iba a alzarse como la Mejor Película, servidor sólo esperaba que Horner hiciera lo propio y recorriera los pocos metros que separaban su asiento del premio. Fue tal el monumental cabreo que siguió a las imágenes que encabezan esta sección que, importándome muy poco el resto de la ceremonia, apagué la tele y me fuí a la cama. Los Oscars, para mí, habían comenzado a carecer de relevancia.
Y si Horner merecía el reconocimiento por la épica con la que arropaba a William Wallace, no era menor el logro que conseguía con sus notas para la aventura de los tres astronautas del Apolo 13, sobre todo en lo que concierne a esos portentosos diez minutos que siguen a la que sin duda alguna es la escena con mayor potencia de todo el filme: el despegue del cohete desde Cabo Cañaveral, una secuencia que justifica por sí sola la inversión de las dos horas y veinte de metraje que alcanza el filme y que, recuerdo perfectamente, supo cortarme la respiración aquella primera vez que me asomé a ella el viernes del estreno de la cinta.
'Apolo 13', en vilo
A esa capacidad para aumentar la frecuencia cardíaca y entrecortar el flujo respiratorio que tienen tanto la citada secuencia del despegue como aquella en la que Hanks pronuncia la frase más famosa de todo el metraje —una frase que trascendía muy pronto el ámbito del cine y se convertía en parte del habla popular— se unen otras emociones que pasan en su gran mayoría por la tensión que acompaña a esos momentos en los que, se conozca o no la historia real, se teme por el destino de los astronautas interpretados por Hanks, Kevin Bacon y Bill Paxton. Una terna de actores que bordan sus papeles y que encabezan un reparto increíblemente sólido del que destaca, como siempre, Ed Harris.
"El hombre de los chalecos", como será recordado su personaje, es una de tantas y tantas asombrosas composiciones que Harris nos ha dado a lo largo de su carrera. Reconocida, que no respaldada de pleno, por la primera de las cuatro nominaciones que el intérprete ha recibido hasta el momento, la interpretación de Harris se une, como digo, a la humanidad y cercanía que exuda —como siempre— Tom Hanks y a la efectividad de Bacon, Paxton o Gary Sinise para ayudar a la precisa dirección de Ron Howard a convertir a 'Apolo 13' en un espléndido drama manejado con soltura por el cineasta.
La ajustada alternancia con la que juega todo el metraje entre aquello que sucede a bordo del LEM y lo que va trascendiendo en la Tierra, ya en el hogar de Lovell, ya en el control de la misión, conforma un todo de genial ritmo que no se permite tiempos muertos, manteniendo en todo momento al espectador atento al destino final que corrieron los tres tripulantes del Apolo 13 durante aquellos cinco intensos días de abril de 1970. Cinco días resumidos en dos horas y veinte de puro espectáculo que se alza, por méritos sobrados, como una de las mejores producciones que ha firmado Ron Howard a lo largo de su carrera.
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