El pasado Viernes se reestrenó en nuestro país este film de Yasujiro Ozu, uno de los clásicos directores del cine japonés, probablemente uno de los más importantes junto a Kenji Mizoguchi y Akira Kurosawa, todos ellos firmantes de algunas de las películas más sobresalientes que se hayan hecho jamás. Hace tiempo, cuando las televisiones públicas no tenían competencia, era fácil ver alguna película de Ozu. Ahora hay que sudar sangre para conseguir un título del director, o recurrir a algún viejo vhs en el que se había grabado una película en una de esas antiguas emisiones. O simplemente contemplar el milagro de que se estrene (en este caso reestrene) en una pantalla de cine, como le ha ocurrido a 'Había un Padre'. Naturalmente, no ha sucedido en todo el territorio español, ya era mucho pedir.
'Había un Padre' narra la historia de un profesor de provincia que un día, en una excursión con sus alumnos, se le muere uno de ellos. Profundamente consternado por la muerte, de la que se hace responsable, decide dimitir de la enseñanza e irse con su hijo a otro lugar donde empezar de nuevo. Sin embargo, realmente optará por alejarse emocionalmente de su hijo, creándose una extraña relación entre ellos a lo largo de los años.
Si hay una palabra que resume esta película, esa es sencillez, pero sencillez en absolutamente todos sus aspectos. Para empezar, la enorme facilidad que Ozu tiene para condensar en apenas hora y media, una historia que abarca muchos años, y en ningún momento resulta apresurada. Al contrario, se toma su tiempo para narrar todos los sencillos elementos de su sencillo argumento. Es envidiable la capacidad de síntesis de su guión para contar única y exclusivamente aquello que merece la pena contarse y no andarse por las ramas, y al mismo tiempo resultar contemplativo. Al respecto, citar todo los planos insertados entre las principales acciones, planos estáticos (Ozu apenas mueve la cámara), con los que une determinadas escenas, y que en apariencia no muestran nada, pero realmente lo muestran todo, y sin resultar metafóricamente aburrido, sino todo lo contrario.
Ozu nos hace testigos inseparables (y es que desde el primer minuto no podemos apartar la mirada ni un sólo instante) de lo cotidiano y casi trivial de las vidas de sus personajes principales. Testigos de sus sentimintos de culpa, de sus anhelos y sueños. Y una vez más, resulta sencillo en esa descripción. Al igual que los momentos dramáticos (asistimos a un film enormemente triste) son de una fuerza impresionante, debido a la naturalidad con la que nos son expuestos. Y otra vez alude a la sencillez como su mejor arma, logrando una historia universal que puede ser entendida y comprendida hasta en Marte.
Las interpretaciones de su trío protagonista son de un altísimo nivel, destacando, como no, Chishu Ryu, interpretando al profesor protagonista, un hombre sumergido en su propia tristeza que le hace aislarse del mundo entero, incluído su propio hijo, del que siempre estará pendiente de procurarle una buena enseñanza (como buen profesor que ha sido) y al que nunca dejará de amar. Al hijo lo interpretan dos actores, uno cuando es un niño y otro cuando es ya un hombre. Al primero le da vida Haruhiko Tsuda, quien define perfectamente al personaje con un par de gestos. Al segundo, un magnífico Shuji Sano, quien continúa de forma prodigiosa las maneras dejadas por el actor anterior. Tres actores a los que parece no haberles costado nada interpretar sus roles.
Cuando la película termina, uno se queda pensando, terriblemente sumergido con uno de los films más bellos que se han realizado en el Séptimo Arte. Se queda con ese tipo de sensaciones que sólo las grandes películas son capaces de dejar, que días después, las imágenes embriagadoras de un film sencillamente fascinante no se te borran de la cabeza y aún uno es capaz de recrearse en ellas con la misma facilidad que si las estuviéramos viendo en ese mismo momento. Es el poso de las obras maestras, de los genios como Ozu, de la magia inmortal del Cine.