Como comenta uno de sus personajes, en el mundo hay dos tipos de personas: los que bailan y los que no. En ningún momento se hace un juicio de valor sobre este detalle, pero ejemplifica bastante bien la posición que cualquier espectador puede tener ante esta nueva entrega de ‘Guardianes de la Galaxia’. Una cuestión tan simple como comulgar con su sentido del espectáculo gloriosamente idiota, humor absurdo e irreverencia adolescente, o no.
James Gunn no engaña a nadie. Plantea desde el principio un tono de verdadero dibujo animado (con momentos de puro Tex Avery) que se ajusta a Marvel sin dejar de ser él mismo. No, no es forzado ni fingido. Puede funcionar mejor o peor, pero la huella de su autor está en cada uno de los planos. Como “producto” corporativo, sigue ciertas reglas, pero es coherente con su universo y su forma de entender el blockbuster como forma de evasión total, como artefacto hedonista definitivo, como receptor de obsesiones personales sin medida, que satura pero invita a volver.
Más y más grande (pero no mejor)
La mano libre del director le permite elaborar una ambiciosa expansión del mundo de sus guardianes y adentrar en su mitología personal sin barreras. Tanto que, comparando con el espectáculo sin tregua del primer acercamiento, resulta una segunda parte, en cierto modo, atípica. Su primer acto es un resumen de todo lo que nos gustó de la película anterior. Desde su tremenda escena de créditos, que da exactamente lo que ofrecía el epilogo previo, a la secuencia de huida espacial, o ese segmento con Rocket imitando a John Rambo/depredador.
Las cosas se ponen algo cuesta arriba en su exigente segundo acto. Por primera vez, la acción para el carro y la narración se embarra. No hay malos ni figuras de autoridad con las que Starlord pueda hacer bromas. Falta control y las escenas de exposición se suceden sin interludios de acción propios de actioners más compensados. A cambio, los diálogos son excelentes y la inversión de tiempo logra desarrollar cada arco personal con mimo y eso tiene su recompensa al final, pero el ritmo no es tan apolíneo como podría esperarse.
En parte, este rígido puente se mantiene gracias a la interpretación de Kurt Russell. Su trama de hombre de las estrellas en la tierra parece todo un homenaje a ‘Starman’ (1984), la infravalorada maravilla de John Carpenter (director para el que Russell fue actor fetiche). En este aspecto, otro movimiento inesperado es la sorprendente evolución del personaje de Yondu, al que Gunn brinda un protagonismo que descoloca, pero que engancha, gracias al carisma de Michael Rooker, el eterno Henry Lee Lucas, que reescribe su carrera con este punk del espacio.
Mezcla impresionante, vol 2
Obviamente, todo el valle está colocado estratégicamente, preparando para un clímax bomba en el que las líneas abiertas toman forma. El director suelta el resto con una explosión de uso del color de onda expansiva. Un delirio visual que derrapa entre lo aparatoso y lo sublime, pero que siempre se salva gracias a sus personajes. Quizá exagerando el peso de lo sentimental, los traumas y problemas de cada uno de ellos se unen al tren de fuegos artificiales de forma indisoluble, siempre con el exceso como bandera.
Los miembros del equipo funcionan porque ya estaban perfectamente definidos. Son caricaturas, sí, pero tienen unos raíles de hierro en su construcción con los que la complicidad con cada uno de ellos se desliza, asegurando que la más mínima línea de diálogo tenga como respuesta una carcajada. Por mucho que quieras ensombrecer y hacer profundos y complejos a los protagonistas, en una supuesta visión oscura del género, nada funciona mejor que un mapache que quiere aparentar y maquillar con mofa su verdadero vacío interno.
Da igual que la trama no sea tan cohesiva como la anterior ni el resultado tan compacto. Gunn arriesga y puede hacerlo, porque no descuida lo esencial del texto. De todas maneras, ¿Qué gran musical no tiene altibajos? Si a secuencia musical del ‘Awesome Mix’ puede parecer un astuto movimiento de marketing, se revela, en realidad, como un minucioso hilo argumental en forma de canciones, como si fuera una de las grandes óperas rock de los setenta. Para nada arbitraria, Gunn dota al casette de un verdadero pathos grandilocuente acorde con sus intenciones.
En efecto, el término space opera cobra un nuevo sentido cuando todo acaba al máximo volumen, y cualquier canción que acompaña la epopeya de la imagen parece calculada, dotando de una nueva dimensión al conjunto. Todo para acabar en la épica, con la mejor canción de power pop de la historia. Hay dos tipos de personas: los que bailan y los que no, a los que el corazón le palpita al escuchar Cheap Thrick y a los que no, los que arrugan el morro con Baby Groot o los chascarrillos de Rocket y los que no. Si eres de los primeros, querrás volver a verla pronto.
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