Antes de darse a conocer multitudinariamente con ’7 vírgenes’ (2005), Alberto Rodríguez había dirigido ya ‘El factor Pilgrim’ (2000) y ‘El traje’ (2002), además de varios cortometrajes. Después de sumar adeptos en los polígonos con el film protagonizado por Juanjo Ballesta, probó suerte con ‘After’ (2009) y mejor acogida ha obtenido esta vez con una historia más universal, la que se narra en ‘Grupo 7’ (2012), su quinto largometraje, que se estrenó el pasado día 4 de abril. Durante los cinco años previos a la inauguración de la Expo 92, un grupo especial de la policía sevillana se dedica concienzudamente a limpiar los barrios marginales de la capital andaluza y sus alrededores del tráfico de droga, que gozaba, hasta entonces, de cierta impunidad. Para lograrlo, emplean métodos cuestionables, pero no cuestionados.
Habíamos informado sobre el rodaje de ‘Grupo 7’, que comparte punto de partida con algunas cintas estadounidenses tratadas aquí, como ‘Training Day: Día de entrenamiento’ o la de futuro estreno, ‘Rampart’, que refleja los hechos reales de una división policial nada ética. Por interesantes que puedan perfilarse estas, el aliciente de encontrar similares argumentos ambientados en nuestra tierra es impagable, no solo por el reconocimiento de los acentos y las idiosincrasias locales, sino asimismo por la opción de retraernos a una época que recordaremos muchos, ya que supuso un hito para este país. Se le da la vuelta al telón de progreso y prosperidad que se nos había vendido y se demuestra la cara sucia de toda aquella operación de la que, si bien ya sospechábamos el pelotazo, quizá desconocíamos el lavado de cara previo que exigió.
Rodríguez realizada la acción, las palizas y las persecuciones con notable brío. El montaje da un resultado dotado de ritmo y las escenas de suspense o de tensión –como la del patio de vecinos en el que el protagonista queda rodeado por las ventanas– están muy conseguidas. Destaca por encima de cualquier otra cuestión técnica la excelente labor de localización, gracias a cual, no solo nos parece habernos trasladado a los ochenta, sino además a los barrios más peligrosos imaginables. La banda sonora de Julio de la Rosa acompaña bien la mencionada tensión, en especial en la última redada, según los agentes se van acercando al avispero. En la música quizá se podría echar de menos una elección de temas flamencos de la época, que acompañasen esa ambientación que en la imagen se ha llevado a cabo con tanto acierto.
A esa autenticidad contribuye con creces la dirección de actores. Mario Casas no trata de imitar el acento andaluz, quizá para bien. Lo encuentro creíble en el papel, para lo que habrá que despojarse de ciertos prejuicios que se le suman a cualquier intérprete que goza de éxito entre la juventud. Aunque sea el principal y se le dé cabida a una evolución en su personaje, la película no está hecha a mayor gloria suya, sino que ofrece mucho más. Antonio De La Torre, actor al que siempre admiro, aquí cuenta con un papel algo limitado y la trama de la adolescente que se une a él (Lucía Guerrero) supone, como historia, lo menos interesante de la cinta, pero los pocos momentos de brillo que se le permiten al intéprete y que suelen coincidir con sus arrebatos, lo valen todo. El mejor del grupo es un descubrimiento, Joaquín Núñez, a quien le sobra autenticidad para repartir entre sus compañeros de cartel, gracias a lo que impregna el tono de humor costumbrista y redondea el fidedigno retrato local. Las mujeres, muy en segundo plano, incluida Inma Cuesta, pero no por causa de sus interpretaciones, sino por la envergadura de sus intervenciones. Estefanía de los Santos, como La Caoba, sí podría contarse como segunda revelación.
La crítica hacia este tipo de prácticas está presente, con mayor hincapié en la escena final del guion del propio Rodríguez y de Rafael Cobos. Se trata de protagonistas reprobables, cuyas actitudes no se celebran o ensalzan. No obstante, el poso que queda, si se rasca un poco, es que sus métodos constituían la única forma de acabar con tales niveles de tráfico de heroína y cocaína. Sin dibujarlos como héroes, sí se nos deja ver que arriesgaron sus existencias y las de sus familias por esa causa que no habían elegido y que no se lucraron en el proceso ni utilizaron sus malas artes para un provecho propio. Por lo tanto, aunque los autores demuestren su desprecio hacia estos comportamientos, están más de parte de sus personajes que en contra.
En estos momentos en los que el cine español no puede sostenerse como antes en el apoyo de las subvenciones, debería subsistir por sí mismo, gracias a méritos propios que supusieran cierto éxito de taquilla. Cuando una película, como es el caso de ‘Grupo 7’, tiene lo necesario para ofrecerle al público lo que quiere ver, sería de justicia que consiguiese una recaudación digna, no por pena ni por patriotismo, sino porque de verdad merece ser vista, ya que la mayor parte de sus aspectos es satisfactoria: tiene ritmo, cuenta una historia que interesa, engancha y nos enseña una cara oculta de la realidad, a la vez que supone un acertado retrato costumbrista.